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Juan Ojeda

Una historia de desamor

EN más de una ocasión, y no será ésta la última, he comentado lo preocupante que resulta la insistencia de los sondeos de opinión en poner de relieve la desafección de los ciudadanos con respecto a los políticos. De tal forma que llegan a situar entre sus preocupaciones prioritarias a quienes, en teoría, tendrían que ser considerados como los que aportan soluciones a esas preocupaciones. Es decir, que son muchos los ciudadanos que consideran a los políticos, de cara al incendio devorador de la crisis, más como pirómanos que como bomberos. Y esto es grave, muy grave, porque eso conduce a un clima de desconfianza que, entre otras cosas, contribuye a profundizar los efectos de la crisis y a dificultar el que se recupere la confianza en el futuro, factor clave para encontrar salidas.

Además de errores de bulto en los tiempos, en las formas y en los métodos para hacer frente a la situación, que ya han calado en la percepción negativa de los ciudadanos con respecto a quienes tienen responsabilidades de gestión, influyen poderosamente en esta desconfianza las descalificaciones constantes que se hacen entre sí quienes se dedican a la política. Estas descalificaciones van mucho más allá de los desencuentros lógicos que tienen que producirse cuando se ofrecen soluciones distintas para problemas comunes. Ese sería el juego normal, y obligado, entre Gobierno y oposición, que es la base del funcionamiento democrático. Esto, en una interpretación ingenua, o idealizada, de la política, podría llevarnos a la conclusión de que ese enfrentamiento sería bueno para todos porque quien gobierna se arriesga a que le pongan al descubierto sus errores, y quien se opone, no sólo critica, sino que aporta ideas y soluciones.

Pero esto no funciona así. En realidad, el que gobierna no hace caso, y si rectifica algo, lo hace en función de aritméticas políticas, meramente coyunturales. Por su parte, quien se opone, no plantea la construcción de una alternativa seria, sino que busca la destrucción de la labor del adversario. Y esta búsqueda de la destrucción, que es mutua, no se queda limitada al campo político sino que, si se puede, se llega al cumplimiento personal. Ejemplos tenemos muchos, demasiados.

Por eso, los ciudadanos en general, los que no están sujetos a férreos perjuicios militantes, consideran que eso es un juego entre ellos, que tiene su morbo y que, evidentemente, es atractivo para los medios de comunicación. Los ven, los leen o los escuchan -quien lo haga- pero consideran que todo eso no va con ellos, que no es su problema, que no están hablando de su vida. Los distraen pero no los convencen. Y así empieza una historia de desamor.

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