Brindis al sol
Alberto González Troyano
Vieja y sabia
Alos liberales que tras la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis tuvieron que exiliarse en Londres les chocaban muchas cosas de la capital inglesa. Entre ellas el muermo que se apoderaba de la urbe los domingos, algo que contrastaba con las bullangueras jornadas dominicales de una España que aún no vivía su romance con el week-end, el chándal y la televisión de plasma. También algo que les rompía completamente sus esquemas carpetovetónicos, como cuenta Vicente Lloréns en su monumental Liberales y románticos: “En el mismo centro de la ciudad, junto a las ricas tiendas y los inmensos almacenes, les chocaba muchísimo tropezarse a cada paso con los muertos, es decir, con los cementerios, enclavados, como en otros países nórdicos, dentro del recinto urbano”. Aún hoy, los españoles que pasean el verano londinense se extrañan muchísimo al ver a los aborígenes tomar el sol apoyados en las lápidas con caracteres neogóticos, devorando ensaladas en envases de plástico y leyendo clásicos de Penguin. No es el tipo de familiaridad con la muerte que podría tener un personaje de Pedro Páramo, sino falta de conciencia de la misma. Los que así proceden son jóvenes anglos para los que la parca tiene la realidad de los mitos antiguos, es decir, una verdad-mentira tan novelesca como ajena.
En España, durante la Edad Media, los Habsburgo y los primeros Borbones, los cementerios también estuvieron dentro de los cascos urbanos, debajo de las iglesias, para ser más exactos, con su inevitable carga de pestilencia y propagación de enfermedades. Fue a partir de Carlos III y la difusión de las nuevas prácticas higienistas cuando las ciudades recuperaron la costumbre antigua de llevar las necrópolis fuera del recinto de los vivos, normalmente al otro lado del río. Bécquer, en La venta de los gatos, deja constancia de la creación al norte de la ciudad, más allá del Hospital de la Sangre y el Lazareto, del Cementerio de San Fernando, la gran urbe mortuoria que hoy lucirá populosa y rebosante de flores naturales y de plástico. El día de los muertos es lo poco que va quedando de una España que aún mantiene la costumbre romana de dar culto a sus antepasados.
Más allá de estas normas heredadas hay personas que gustan de pasear entre las tumbas. Algunas por estética neorromántica, otras por humor negro, para coleccionar lápidas lapidarias. Recuerdo una que me contó alguien que ya se encontró con la parca, vista en algún pueblo del agro andaluz: “María de los Ángeles Martínez. Tus padres no te olvidan. Tu marido lo hizo al mes de morirte”. Cuántas historias vivas hay en los cementerios.
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