¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Cada hogar, una cartuja

El silencio es la gran pérdida del hombre actual y su muerte en Sevilla tiene unos responsables muy concretos

Ya que Macron está dispuesto a ampliar la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, yo le pediría encarecidamente que incluyese el del silencio (mucho mejor que esa truculencia del aborto). El silencio es la gran pérdida del hombre contemporáneo y su muerte tiene unos responsables muy concretos: el motor de combustión, los sistemas de amplificación del sonido y el desahogo de algunos hosteleros que han decidido privatizar el éter para engrosar sus cuentas de resultados caiga quien caiga: el bebé sesteando, la anciana enferma, el currito con necesidad de madrugar, el estudiante nocturno, el lector apacible, el teletrabajador...

Recientemente, la intrépida reportera Ana Sánchez Ameneiro nos contaba en este periódico que el Ayuntamiento le ha puesto una multa de 3.000 euros al quiosco-bar Maquiavelo por poner la música a todo volumen a altas horas de la noche y sin tener licencia para ello. Los vecinos de Los Remedios, como es natural, estaban insomnes e indignados. Me consta, porque lo he vivido, que dicho bar ha llegado a poner su elegante chunda-chunda a unos niveles propios de las torturas de Guantánamo, tanto que llegaba a espantar a los peatones que por allí pasábamos absortos en nuestros deliciosos (o lúgubres, según el día) pensamientos. El garito, que se ve costeado, no ha ahorrado en bafles. Igual pasa en otros del entorno del Parque de María Luisa, como el Bilindo. Ya he comentado en alguna ocasión el desprestigio que supone para Sevilla que, en uno de los espacios verdes históricos más importantes de Europa, el peatón tenga que tragarse un reguetón a toda pastilla en vez de poder disfrutar, cual señorita decimonónica, del trino del petirrojo o el borboteo de las fuentes de inspiración andalusí. Bares que fueron concebidos para el aperitivo o la charla animada entre copas, sin dopaje musical, se han convertido en pequeñas sucursales del infierno sonoro, en la morada de Coyopa, el dios maya de los ruidos atronadores.

Como buen miembro de la quinta de Gabinete Caligari soy un apasionado de los bares, pero no de los hipermercados del ruido ni de la hostelería intensiva. Los garitos deben ser como las iglesias, pequeños, relativamente silenciosos y ajados, con buenos y respetuosos devotos, botellas de calidad y camareros vividos y amables (lo del barman sieso se lo dejo a los masoquistas). En cualquier caso, y más allá de mis manías, el respetable tiene derecho al sottovoce y el descanso. Cada hogar debería poder aspirar a ser una cartuja, un Jardín de las Delicias, un ámbito sonoro inviolable en el que no se pudiesen colar decibelios impuestos. Una morada, en definitiva, de Angerona, la diosa romana del silencio.

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