La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Juanma apunta a un verdadero problemón
Recogían con cierta incomodidad los diarios afines, y en general la parroquia de progreso, las palabras del nuevo presidente de la Generalitat en la toma de posesión de los consejeros de su gobierno, cuando después de pedirles lealtad apeló a los valores del “humanismo cristiano”. Olvidan quizá el peso de las sacristías en el mundo nacionalista o el hecho de que el antiguo líder del principal partido aliado, aspirante a ser reelegido, combina el credo independentista, el republicanismo de izquierdas que da nombre a su formación y la fe practicante, sumándole al fervor las maneras frailunas. Los conservadores suelen mostrarse escépticos respecto a las bondades de la democracia cristiana, no tanto porque prefieran a Donoso, cumbre española del pensamiento reaccionario, como por las muestras de pragmatismo acomodaticio que aquella tradición política, especialmente contaminada en Italia, ha dado entre nosotros y en particular por la evolución del liberalismo de consenso, ya desde finales de la dictadura, hacia posiciones apenas distinguibles de la socialdemocracia. Los socialistas, por su parte, suelen recordar el papel que desempeñó la facción más avanzada de la Iglesia, después del Concilio, en la toma de conciencia democrática de amplios sectores que en muchos casos mantenían vínculos con la oposición clandestina. Aunque menguados en número, los fieles son más diversos de lo que piensan quienes lamentan la presencia del catolicismo en la vida pública, de modo que no extraña que los políticos aludidos informen de sus creencias. Lo que habría que precisar es lo que entendemos por humanismo cristiano, sintagma que en el uso hoy más extendido –donde humanismo se reduce a vocación humanitaria– se ha alejado mucho de su sentido primigenio. Al margen del dogma y su proyección en la política, la importancia del legado cultural del cristianismo es inseparable de la idea de Europa y no se comprende –o sí– a los que querrían verlo relegado. Como explicó Werner Jaeger, el gran autor de Paideia, un libro monumento que vale por una civilización, el concepto nace de la simbiosis entre los ideales de la cultura helénica y la teología de los Santos Padres, esbozada en un capítulo inconcluso, Cristianismo primitivo y paideia griega, con el que pretendía culminar su obra magna. Antes de exiliarse a los Estados Unidos, por cierto, el mismo Jaeger no fue inmune a los cantos de sirena de la “revolución nacional” alemana, pero supo poner distancia cuando comprendió que una idea universal no podía sustentarse en la exclusión ni tener su centro en el encastillamiento identitario.
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