La tribuna

José L. Rodríguez Del Corral

Contra la igualdad

RESULTA un tanto sorprendente la creación de un Ministerio de Igualdad, tanto que uno se pregunta: ¿y por qué no un Ministerio de Libertad y otro de Fraternidad? Se entiende que con este término de amplitud filosófica y resonancia equívoca, el Gobierno pretende reforzar la imprescindible equidad de las leyes ante cualesquiera ciudadanos, sin reparar en distingos de sexo, raza o condición. Que se añada este ministerio a los restantes en momentos que el garante auténtico de esa igualdad, que no es otro que el poder judicial, pasa por tal desorganización y penuria de medios es para dejar perplejo.

La igualdad de todos los seres humanos ante la ley ha sido la gran conquista de la libertad, pues encontró en ella el fundamento que permite a las personas llevar su vida como mejor les parezca sin la coacción de los demás. Todos los hombres nacen distintos, esa es la admirable verdad de la biología, incluso de la cultura, pues el torrente del pasado está formado por hilos filiales cuya mezcla genera una infinita variedad de caracteres, de modo que cada ser está dotado de un conjunto de potencialidades que le hacen único. Y precisamente porque los hombres nacen inevitablemente diferentes es porque lo que hay que tratarlos a todos como iguales, única manera de asegurar el libre ejercicio de las facultades implícitas en cada uno.

Mas salvo en los ámbitos del derecho y de la moral pública, tan íntimamente conectados, la igualdad supone un perjuicio, más que una ventaja, y lejos de ser un ideal resulta algo indeseable. ¿Qué valor supone la igualdad en el mundo del deporte, por ejemplo, reino de la desigualdad por excelencia, basado en la competición de los mejores? ¿O en el del arte? ¿Acaso en la ciencia la igualdad vale para algo? No digamos en la literatura o el periodismo, donde tantos han predicado la igualdad más absoluta tratando desesperadamente de destacar entre los demás. En todos esos ámbitos es la desigualdad, basada en la superioridad del mérito, el motor de cualquier logro. Aún más, la aparición de una figura excepcional en cualquiera de esas disciplinas eleva por emulación el nivel del conjunto, marca el rumbo y amplia la gama de posibilidades a las que pueden aspirar otros.

¿Debería ser en la vida económica y social de otra manera? ¿Sería mejor establecer normas igualitarias destinadas a que todo el mundo tuviera más o menos lo mismo y aspirara más o menos a lo mismo? Eso le parecería el Edén a muchos, pero el precio sería limitar las capacidades de todos y detener la evolución social que llamamos progreso. Incluso los que creen que el progreso tiene un fin que es la equidad social, tendrían que convenir que, una vez conseguida ésta, el progreso ya no tendría razón de ser, se detendría. Una sociedad plenamente igualitaria sería una sociedad estática, sin dinamismo tecnológico, intelectual o comercial, sin estímulo ni posibilidades para mejorar en la vida. Puede esto constatarse con más claridad en una régimen como el cubano, que se ha esforzado lo indecible en alcanzar una plena igualdad material sin lograr otra cosa que una unánime pobreza, y cuando se ve obligado por ésta a introducir factores de progreso en una sociedad inmovilizada no tiene más remedio que acudir a elementos de desigualdad que incentiven a los ciudadanos.

El progreso económico y social no tiene reglas distintas del progreso científico, artístico o deportivo, a los que naturalmente engloba como expresión del desarrollo del país. La libertad de acción y pensamiento en que se sustenta no precisa ser corregida, sino estimulada. Su dinámica es divergente y complementaria de la de la igualdad, pues necesita de la igualdad jurídica para favorecer la diferenciación y distinguir el mérito, generador de desigualdades de todo tipo que, al cabo, crean espacios y oportunidades que pueden aprovechar muchos otros. Más allá del derecho y la moral pública la igualdad se transforma en uniformidad, en homogenización, en mediocridad, cuyo resultado es la parálisis. Desigualdad es palabra teñida de oprobio, pero es inseparable de la diversidad y la diferenciación cualitativa que impulsa el desarrollo.

En cuanto a la igualdad de oportunidades cuánto más se haga para que los jóvenes, y también los que no lo son, tengan la formación suficiente para aprovecharlas, tanto mejor, pero no debemos olvidar que para que cada persona tenga no una, sino muchas, lo que se precisa no es la igualación sino la multiplicación de las oportunidades.

Si pudiera darse a elegir entre nacer rico y tonto, o pobre y listo, muchos elegirían sin dudarlo lo primero, son los que quieren pasar por la vida sin más ni más, sin hacer nada. En cambio, los que eligieran lo segundo, tal vez menos, serían los que tuvieran ambición, talento, el vivo deseo de dejar su huella en el mundo, y entre ellos encontraríamos, al cabo, a los campeones de cualquier progreso.

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