EL Congreso de los Diputados dio ayer luz verde a la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, a la cual ya sólo le queda su paso por el Senado y su publicación en el BOE para entrar en vigor. Entre las muchas novedades del nuevo texto, que la oposición considera "fallido" y "falto de coraje", está el que los imputados pasarán denominarse investigados. No estamos ante un simple cambio de palabras. En los últimos tiempos, la figura del imputado, que se creó como una fórmula garantista para mejorar la defensa de las personas que estaban siendo investigadas por un juez, se ha ido malinterpretando por la sociedad de manera que hoy en día es casi sinónimo de condenado. El reproche social, que se debería limitar a las personas con sentencias condenatorias, se ha adelantado a los imputados, con el consiguiente menoscabo de su honor y prestigio. A pesar de que la mayoría de los imputados nunca llegan a ser ni siquiera procesados, tienen que cargar, sin embargo, con el estigma durante largo tiempo.

En esta distorsión de la percepción social de la imputación ha tenido mucho que ver la avalancha de casos de corrupción que se han destapado en los últimos años en España y su publicación en los medios de comunicación. El malestar de la ciudadanía ante el saqueo de las arcas públicas ha sido tal que no se ha parado a reflexionar sobre lo importante que es en un Estado de derecho respetar ese principio elemental que es la presunción de inocencia. Todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Los mismos partidos políticos tradicionales, viendo que las formaciones emergentes exigían continuamente la dimisión de los imputados y que esta medida encontraba el aplauso de la ciudadanía, han generado normativas para depurar a los imputados de sus propias filas, algo que, en algunos casos, se ha convertido en una auténtica trampa. En estos linchamientos morales hemos tenido, obviamente, también mucha culpa los medios de comunicación.

El cambio de denominación puede ser un primer paso para corregir esta distorsión, pero de nada serviría sin un cambio de actitud que casi resulta imposible. Los partidos políticos deberían dejar de usar esta figura procesal para lanzarse mutuas acusaciones, la prensa tendría que ser más cauta a la hora de publicar y explicar ciertas informaciones y la ciudadanía haría bien en dejar a los jueces que hagan su trabajo. Para esto hace falta respetar los tiempos judiciales, evidentemente muy dilatados debido a la saturación de los juzgados, un problema que, por cierto, también quiere corregir la nueva ley.

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