Paisaje urbano

Eduardo / osborne

La intrusa

AHÍ está, como para no verla, arañando los cielos que perdimos, altiva y prepotente, la que ahora llaman Torre Sevilla, bien dispuesta la novelería de guardia para su inauguración con abundante trompetería. Con sus ciento ochenta metros, sus treinta y ocho plantas, su hotel sin licencia, su restaurante panorámico, sus oficinas neoyorquinas de quinientos metros, sus ascensores infalibles (más le valen…), su centro comercial, su anunciado caos de tráfico, hasta su deseado Caixa Fórum. Sólo le falta el estrambote del neón con la estrella en lo alto, por si no nos habíamos enterado de quién manda aquí.

Hela ahí, la torre más alta que no la más bonita, como una intrusa en la memoria sentimental de la ciudad. No se sabe que es peor. Si verla a lo lejos desde el paseo de Las Delicias, hosco cilindro negro sobre fondo azul que afea el puente de Isabel II, en contraste con la calidez del caserío blanco de Triana que se refleja en las aguas del río. O encontrársela de noche cuando caminamos con prisa de vuelta a casa por la calle San Eloy, semiescondida detrás de la hermosa cubierta del convento de la Merced, como un gigante que de repente nos asusta con su mirada de hierro.

Mírenla, y no pregunten demasiado, si no quieren enfadarse, en quién confiamos la protección de nuestro paisaje urbano, dónde quedaron los supuestos reproches de la Unesco que nos hicieron concebir tantas esperanzas, cómo nadie ha podido pararla si tan pocos al parecer la querían, qué intereses están de verdad detrás de estas obras faraónicas, si otra ciudad hubiera permitido este disparate patrocinado por una caja de ahorros. Entre el desahogo de unos, la pusilanimidad de otros y la desidia de los más, ahí la tenemos tan campante, buscando quien la quiera, como una madrastra antipática de nuestro cacareado hábitat urbano.

Dirán, lo sé, que su construcción y desarrollo ha generado un montón de empleos directos e indirectos, que la ciudad necesita un cambio de mentalidad, que no se puede mirar siempre al pasado, y que las sociedades modernas exigen proyectos vanguardistas e innovadores. Todo esto está muy bien, y yo también levanto la mano, pero ni eso justifica este exceso innecesario. Hasta ahora sabíamos de nuestras debilidades románticas y narcisistas, de nuestro gusto excesivo por lo tradicional, mas nunca podíamos imaginar, sufridos ciudadanos sin mundo, que la modernidad fuera precisamente esto.

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