José Ignacio Rufino

Siete jornadas particulares

LA Semana Santa en muchas localidades andaluzas te obliga a tomar decisiones: o la vives y te sumerges en la peculiarísima y, normalmente, espléndida escenografía, compartiendo el ritual con mayor o menor fe y fervor, o sales pitando. Quien, transitoriamente extrañado en su biotopo habitual, no puede marcharse capea el temporal con la máxima dignidad posible. La fiesta de las procesiones, los tambores, las cornetas y la extrema concurrencia no deja indiferente a nadie.

En ciertas ciudades, la transformación urbana es de tal magnitud que ni el tráfico, ni el comercio, ni los lugares habituales de ocio y esparcimiento hay quien los reconozca durante siete días. Como hay gente para todo, los que salen tarifando -en unas vacaciones casi impuestas- se compensan con las riadas de visitantes de fuera, que disfrutan de la puesta en escena sin pagar entrada alguna. El magnetismo de la fiesta llega a la periferia: en Sevilla, por ejemplo, en las sucesivas fiestas Semana Santa y Feria, la sensación de vacío en los barrios no céntricos es muy superior a la de una tarde tórrida de verano, que, a fin de cuentas, es natural. Turistas con sus botellitas de agua y sus acentos, que pululan por todos sitios; feriantes, carteristas y descuideros, nazarenos y costaleros orgullosos, vestimentas apoteósicas de Domingo de Ramos, artistas callejeros trashumantes, madres que hacen la estación de penitencia al lado de sus niños, arrimándoles bocadillos y líquido con los pies destrozados por la penitencia consorte. A la gente se le eriza el antebrazo al límite de poder colgarse llaves en los vellos: a unos por la emoción y el enardecimiento, a otros por el pavor de no saber bien cómo escapar de las bullas y la pasajera enajenación de las costumbres.

Hay gente para todo: hay hasta quien, teniendo su casa en el epicentro de la fiesta, huye a Canarias o a Madeira, a que se las den todas en un hotel con servicio de bar en tumbona. Los hay, en fin, barrocos irreductibles e infatigables, y también los hay que buscan serenidad y un poco de reparador dolce far niente.

Las fiestas tradicionales en Andalucía no sufren la crisis, aunque algunos indicadores de ocupación no llegan a los récords de la década prodigiosa de las costuras reventando. La Dirección General de Tráfico calcula tres millones de desplazamientos de coche por nuestras carreteras en estos días: los que entran, por los que van saliendo. Moviendo las ruedas, que el ritmo no pare, en consonancia con los macroplanes del G-20, la banda de cowboys más rápida en desenfundar un acuerdo planetario.

La ocupación turística andaluza será del 80 por ciento. Granada y Sierra Nevada estarán prácticamente copadas; Sevilla y Córdoba, al 85%; Huelva, Cádiz y la Costa del Sol, por encima del 80%. El turismo interior y las ganas de divertirse en masa no están pachuchos, como vemos. Con todo, ciertas pautas denotan contención: cada vez más gente espera a las ofertas de última hora (que pueden suponer descuentos de hasta el 60% en el precio de una habitación), y las cuatro estrellas democráticas y los balnearios se sustituyen por dignos hoteles de dos y tres estrellitas. Hay que decir, sin embargo, que estas dos tendencias las he leído en La Vanguardia, y se refieren al catalán medio. No tenemos certeza de poder extrapolar tal comportamiento. El avión, en suma, es el gran damnificado, y eso que lo que realmente cuesta caro es el taxi del aeropuerto.

En Una jornada particular, de Ettore Scola, Sophia Loren -una divinidad, ella también- y Marcello Mastroianni viven un extraño día de compartida soledad, mientras que toda Roma enfervorecida acude a vitorear a un mandatario extranjero. Los que no participan en la fiesta local tienen por delante siete jornadas particulares (sin Sophia ni Marcello, lamentablemente). No se quejen; tampoco está tan mal.

Tags

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios