¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Ni juro ni prometo

Nadie debería estar obligado a jurar las leyes, pero sí a cumplirlas y a apechugar con las consecuencias de no hacerlo

Uno de los argumentos más absurdos para criticar a los generales que se sublevaron el 18 de julio de 1936 es aquel que les reprocha que rompieran su juramento de lealtad a la República. Los que lo usan suelen obviar que el presidente del régimen tricolor entre 1931 y 1936, Niceto Alcalá-Zamora, alias El Botas, fue dos veces ministro de Alfonso XIII antes de dedicarse a las conspiraciones de salón para acabar con la Monarquía, o que, a los dos héroes del martirologio republicano, los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández (protagonistas del putsch de Jaca), también se les suponía lealtad al Borbón, lo que no impidió sus veleidades revolucionarias. El mundo está lleno de hombres y mujeres que acudieron al altar y juraron fidelidad eterna ante Dios y ahora pasean del brazo con parejas de nuevo cuño... En fin, lo que queremos decir es que, en política y en amores, es vano e ingenuo exigir lealtad sine die, porque suelen ser -aunque no siempre- sentimientos mutantes, de ahí que sea costumbre alabar como flor extraña a los que siempre sirvieron bajo la misma bandera y al mismo afecto.

Por lo dicho, la degradada ceremonia de juramento a la Constitución de sus señorías nos parece tan inútil como perjudicial. Exigir a un republicano lealtad a la Monarquía o a un independentista fidelidad a España es como pedir a un alacrán que sea rana. Nadie tiene derecho a usar la conciencia de los demás como seguro de vida de un determinado régimen político, por muy beneficioso que este nos parezca. Ahora bien, los diputados y senadores, como los bomberos o las kelis, tienen que acatar y respetar las leyes, desde la Carta Magna hasta el más humilde de los códigos. Y, si no les gusta, deben cambiarlas con las herramientas constitucionales. De la ley a la ley, como dijo y ejecutó en su día nuestro admirado Torcuato Fernández-Miranda. Más allá de eso están las mazmorras (Galán y García Hernández) o el poder y la gloria (Alcalá-Zamora). Que cada uno elija su camino y asuma sus responsabilidades sin llantinas ni trucos sensibleros.

Por cierto, no es casualidad que en unos tiempos en los que sus señorías visten como estudiantes de la ESO la ceremonia de constitución de las Cortes no se diferencie gran cosa de un reñidero de raperos. Ética y estética van estrechamente unidas. Valga este estrambote un tanto esnob para aplaudir al doctor Zamarrón, el diputado socialista de la barba blanca y luenga, un ejemplo de cómo llamar la atención con elegancia. Tomen nota los de las camisetas con mensaje.

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