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Mercedes de pablos

Peridodista

Sus labores

Démosle a las telas la capacidad de generar vínculo, confianza, belleza. Sin izarlas.

Tal vez usted que esto lee haya despedido estos días caníbales a su madre o a su abuela. Tal vez haya tenido que vaciar sus armarios, remover sus cajones, buscar su olor y su tacto entre las telas y las ropas que ella tocó. Y tal vez, casi con seguridad, sea su madre o su abuela de aquellas que, al contrario que Penélope, no daban puntada sin hilo y no hubieran consentido tejer para que alguien luego les deshiciera la labor.

Labor. No encuentro otra palabra más exacta para definir esas labores (a pesar de esa reducción tan injusta del epígrafe de aquellos carnés de identidad) que convertían la rutina en pequeños milagros que ajustaban el mundo. Los tomates insultantes de unos calcetines, las mangas largas o cortas, los dobladillos, y esas puntillas barrocas e inútiles que convertían cualquier trapo en una pequeña joya hecha de hilo y horas. Hubo un momento que en las casas todo lucía un remate de ganchillo que daba lustre a las vistosas y mullidas toallas pero también al humilde y lacayo trapo de la cocina. En los armarios se apilaban los patrones del Burda, aquella revista de tallaje generoso tan útil y tan poco glamurosa. Algunas lucimos la dulce condena de los gorritos y, horror, braguitas de croché. Ya fueran exageradas o sobrias, expansivas o prácticas las mujeres no dejaban un retal sin destino, un botón sin volver mansamente a su obligación. La generación a la que pertenezco se lanzó como loca al prêt-à-porter y hasta el pegamento milagroso para los bajos del vaquero, por impericia, sí, y también como gesto de fractura con aquellas labores que se habían concebido como nuestro único destino. Y ahora al verlas en las cajas que abrimos, las acariciamos añorantes pero sobre todo admiradas: la aguja y el hilo como la varita mágica para dar belleza al polvo de los días laborables.

Cuenta la historiadora Inmaculada Cordero que el exilio de las mujeres fue completamente diferente al que vivieron los hombres, diferencia en actitudes personales, en reacción ante la adversidad y en capacidad de adaptación. No hay más que asomarse a las memorias de Carmen Parga, Concha Méndez o María Teresa León para reconocer que, heridas como sus padres, maridos, hermanos o hijos, se tragaron el orgullo para poner sobre su espalda el peso de sacar a la familia de la derrota y la exclusión. La mayoría buscaron trabajos donde pudieron (menos constreñidas a la buena fama o reputación, la que los hombres sí habían tenido y cuya pérdida les paralizada y hería tanto), buscaron complicidades hasta en los adversarios, hicieron nuevos amigos en las tierras extrañas y mantuvieron los lazos con los viejos, aunque la guerra también había roto tantas amistades, tantas antiguas lealtades.

No ha habido una guerra, es verdad, pero a nuestro alrededor emocionalmente podemos percibir un paisaje después de la batalla. Mejor que levantar estatuas a victorias que, de haberlas sólo serían colectivas y anónimas, aprendamos a coser. A remendar y remendarnos. Démosle a las telas la capacidad de generar vínculo, confianza, belleza. Sin izarlas.

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