ANDALUCÍA no es ajena a una tragedia como la que el pasado jueves se produjo ante las costas de la isla italiana de Lampedusa, donde el naufragio de una embarcación cargada de inmigrantes irregulares provocó la muerte de centenares de personas (la cifra concreta no se conoce aún). Todo lo contrario. Desde hace casi treinta años, la costa andaluza es testigo, igualmente, de un incesante morir de personas que desde la cercana África buscan en Europa un futuro, incluso cuando la situación socioeconómica no es precisamente buena en el viejo continente. De hecho, ha habido casos similares a éste, como el de la patera de Rota, que se hundió a unos metros ahogando las vidas y los sueños de decenas de inmigrantes en un solo golpe de mar. La tragedia de Lampedusa demuestra que éste no es un problema ni de Andalucía, o España, ni de Italia, ni de cualquier otro país sureño de la Unión afectado por el fenómeno migratorio. Se trata de una cuestión europea y las soluciones deben llegar del consenso entre los socios comunitarios. El consejo de ministros de Interior que se celebra en Luxemburgo desde mañana es una ocasión para aprender lecciones de tragedias como la de Lampedusa. Ante todo habría que constatar que las legislaciones excesivamente duras contra el fenómeno migratorio no son ni mucho menos la panacea. Cuando la desesperación, el hambre o la guerra motivan jugarse la vida, ninguna ley, por estricta que sea, detendrá a esas personas. Baste como ejemplo la propia legislación italiana que dará a los fallecidos en Lampedusa la nacionalidad mientras dicta la expulsión e impone multas de cinco mil euros a los supervivientes del naufragio. O el ejemplo español, porque la gran mayoría de quienes están en centros de internamiento de extranjeros acaban en nuestras calles porque no puede ejecutarse su expulsión. Tampoco es la solución abrir simplemente las fronteras a todo aquel que opta por jugarse la vida para hallar otra supuestamente mejor si logra sortear a la muerte en el Mediterráneo, sea en el Estrecho de Gibraltar, el mar de Alborán o una isla a medio camino entre Sicilia y la costa africana. Se trata de buscar el difícil equilibrio para tener un razonable control migratorio y una regulación que permita llegar a Europa a quienes quieren emigrar con garantías de seguridad y expectativas de prosperidad. La UE no puede cumplir sólo función de gendarme o de funerario, en el peor de los casos. El problema de la inmigración es europeo y necesita medios y soluciones que, ante todo, preserven la vida y los derechos humanos, abandonando la idea de que basta con cerrar a cal y canto las fronteras y castigar a las auténticas víctimas de este fenómeno.

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