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Las dos orillas

josé Joaquín / león /

Los lectores del Metro

YA no hay viajeros románticos, como Richard Ford, que vengan para descubrir nuestros usos y costumbres. Pero aún quedan viajeros impertinentes, que llegan de donde sea, y analizan nuestras cosas. Uno que llegó de Madrid para las Fiestas de Primavera (en AVE, por supuesto), me dijo el otro día: "El Metro de Sevilla no está mal, aunque sólo tiene una línea, pero ¿sabes cuál es la principal diferencia que le veo, si lo comparo con el de Madrid? Que aquí no lee nadie". Y es verdad. Ver un libro en el Metro de Sevilla es casi tan raro como encontrarse con un lince ibérico.

Si viajamos en el Metro de Madrid, apreciaremos tres tipos de usuarios: los que van leyendo, los que van por si encuentran alguna cartera y los que van pendientes de que nadie encuentre su cartera. Pero en el Metro de Sevilla, la gente se aburre y se mira, como si quisieran descubrir algo, no se sabe qué. No valoran que si haces un viaje de ida y vuelta, más las esperas, tienes entre 30 y 40 minutos al día para leer.

Esto, en Madrid, se potencia mucho. En los vagones incluso hay carteles con poemas de Vicente Aleixandre, Luis Cernuda o Antonio Machado, de modo que si se te olvida el libro también puedas leer algo. Pero, en verdad, no hace falta. Allí van unas señoras con las Cincuenta sombras de Grey; o El tango de la Guardia Vieja, de Arturo Pérez Reverte. Algunos señores con lo de Leopoldo Abadía; o, si acaso, con el As o el Marca. Curas, monjas y laicos creyentes con La infancia de Jesús, de Benedicto XVI. Cada cual con lo que más les interese. Pero siempre leyendo. O simulando como que leen, para que nadie los confunda con unos carteristas analfabetos.

Piensa el viajero madrileño que en Sevilla nos falta cultura de Metro, cultura en general. Me elogió entonces un artículo de Carlos Colón en Diario de Sevilla, que le interesó mucho, sobre las librerías que perdimos, como la de Pascual Lázaro en la calle Francos, o la de Antonio Machado, que estuvo en la calle Miguel Mañara antes de trasladarse, y donde conoció a Alfonso Guerra, que se cultivó allí su fama de librero, aunque la verdadera librera era su esposa, Carmen Reina. Pues bien, ¿cómo no van a cerrar las librerías que perdimos, si aquí nadie lee libros en el Metro, que es dónde más se alardea de lector?

Le contesté que no sólo necesitamos cultura de Metro. También faltan dos líneas más para tenerlo en condiciones. A ver si las aligeran ya, para fomentar la lectura.

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