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Crónica personal

Pilar Cernuda

La ley electoral

NO hay campaña en la que los partidos no prometan cambios en la ley electoral, pero la novedad de esta legislatura que está a punto de comenzar es que una semana después de celebradas las elecciones sigue en candelero el debate sobre la reforma de la ley.

Rosa Díez es la que más empeño ha puesto en que esa cuestión se analice en los próximos meses. Su argumento es que, con el mismo número de votos, ella cuenta con un escaño mientras el PNV tiene seis. Un argumento que ha calado, y eso que los nacionalistas siempre han tenido muchos más escaños que los partidos que se presentaban a lo ancho y largo de España, como bien sabe Llamazares, que no ha conseguido formar grupo parlamentario propio a pesar de contar con el triple de votos de quienes van sobrados en diputados.

Sería necesario corregir importantes errores, como por ejemplo que se premie a quienes se presentan en circunscripciones regionales frente a los partidos de alcance nacional, lo que provoca que los nacionalistas se convierten automáticamente en socios del Gobierno que no alcanza la mayoría absoluta, Gobierno al que obligan a imponer su criterio para garantizarles la estabilidad. Pero sería hora de abordar también un aspecto de la ley electoral que colea desde hace mucho tiempo: la conveniencia de revisar la fórmula de las listas cerradas y bloqueadas.

Que sean cerradas tiene cierta lógica, pues debe aplicarse alguna fórmula para elaborar las listas, no puede presentarse todo aquel que aspira a un escaño en un parlamento. Pero que esas listas queden bloqueadas es una arbitrariedad, una incongruencia, provoca que en los parlamentos estén los más serviles, los que más soban a los que ostentan el poder, a los que se coloca en los lugares "de salida", con escaño asegurado, mientras se relega a los últimos puestos a quienes, aún contando con méritos sobrados, no han conseguido ganarse la voluntad de los que elaboran las listas.

Todo sería diferente si, como ocurre en el Senado, los ciudadanos se encuentran ante una lista en la que los candidatos figuran por orden alfabético o, incluso, en el orden que dispongan los partidos, pero los electores pueden colocar una cruz a aquellos a los que consideran mejores para representarlos, para que sean su voz en los parlamentos y defiendan sus intereses.

Evidentemente, los dirigentes de los partidos corren un riesgo, que se vote más a quienes no gozan de la confianza del jefe máximo o, incluso, que no tengan escaño aquellos que pertenecen a su círculo más cercano. Pero sería más justo, más sano y más democrático que en el Congreso de los Diputados estuvieran aquellos que de verdad han conseguido transmitir más credibilidad, las personas más adecuadas según el criterio de los ciudadanos.

De esa forma, además de contar con los parlamentarios con mayor respaldo ciudadano, se acabaría el bochorno de ver cómo se pelea en los partidos para colocar en lo alto de las lista a los que cuentan con mejores padrinos, mientras se relega a políticos de talla.

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