Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

La lucha por 'el de la casa'

El aislamiento más o menos severo al que nos hemos visto abocados desde hace diez meses ha hecho que muchos de nosotros adoptemos ciertas costumbres propias de jubilados, aunque del dicho al hecho -a la edad de retiro- ya nos va quedando a los de mi quinta lo justo, y quizá lo que nos pasa es que en lo del dolce far niente y el desapego al trajín de reuniones y citas agendadas a en punto y hasta a y cuarto algunos somos unos adelantados, gente vocacional, vividores de las pequeñeces: no por mucho madrugar amanece más temprano, ni por estar enloquecido en el trabajo uno es más productivo ni útil; suele ser al contrario. Porque quien presume de estrés y de apreturas de agenda suele ser un desocupado de manual. Obsérvenlo, no falla.

El microcosmos de las cafeterías es especialmente sensible a esta prejubilación Covid-19, sobre todo en la sesión matinal, la del desayuno. El teletrabajo -y hablo por mí- exige una parada para ir al bar más soleado, en estos tiempos de fríos de cuerpo y alma, y algún barzón a la panadería o al chino. Si usted no puede escaquearse diez minutillos para tomarse un buen café de máquina italiana, hágaselo mirar, o cambie de jefe si puede (o regálele un bono para terapia psicolaboral). No han desaparecido los campanilleros de cucharilla que lo exigen hirviendo, para acto seguido desintegrar sus aromas y textura con un prolongado solo de metal y cristal, entrando como en trance y compartiendo su ruido de maniático. Tampoco han desaparecido las señoras -no es micromachismo, es empirismo- cuya orden de café o infusión con tostada es un ejercicio de cálculo multivariable: temperatura, cafeína, medidas, recipiente, endulzante, de arriba o abajo prieto o mollete, "no como ayer", cortado corto de café largo... y moc-moc, dos huevos duros.

Hay otro espécimen renovado por el virus: el gorrón de prensa, en su variante de galeote -tardío- que porfía por agarrar "el de la casa" con otros gratuistas de la información en papel. Como monjes de El nombre de la rosa, se arriesgan a pasar las páginas con su yema dactilar -chupada o no- en el mismo sitio donde lo plantó el hojeador previo. No sé si la ansiedad al llegar al establecimiento y escanearlo en busca del diario, unida a la angustia de esperar a que un rival más tempranero acabe de leer con parsimonia -"No, no, si yo espero" (grrrr)-, más la zozobra consustancial a las noticias, vale la pena. Demasiadas ansiedades. Por el precio de un café. Pero este entrañable lector de prensa lo tiene claro: multiplica el euro y pico por 365, y se muere del gustirrinín.

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