Con esa rotundidad tan propia de los tribunos de bar, hay quienes defienden a capa y espada que la temporada de caracoles en Sevilla se inaugura el 15 de mayo y se clausura el 15 de junio. Sea como fuere, lo cierto es que ya estamos insertos en uno de los tiempos litúrgicos de la ciudad más especiales, aquel que marca el arranque de un verano que por estos lares dura cinco meses y que tiene en el pequeño y mártir molusco gasterópodo a su involuntario pregonero. La ingesta masiva de caracoles por los días de Pentecostés es quizás el hecho diferencial por excelencia de Sevilla y su hinterland, un fenómeno gastronómico y antropológico difícilmente comprensible para foráneos y turistas, que suelen sentir una profunda aversión ante la textura de alien de unos bichos criados, al igual que las reses bravas, con los mejores pastos de la Baja Andalucía. La ruta del toro tiene mucho de ruta del caracol y, al igual que los placeros de Cádiz distinguen entre el marisco pescado en la Bahía y los capturados "en el Moro", en Sevilla los camareros deberían informar a los clientes si los caracoles han sido engordados en granjas marroquíes o se han arrastrado libremente por las más selectas cercas del Valle del Guadalquivir. Dicen los entendidos en la materia que la diferencia es la misma que existe entre el cava semidulce y una botella de Perrier Jouët Grand Brut.

La temporada de caracoles es tiempo también para la pedagogía urbana. Si, como se suele decir, la Semana Santa sirve para que los más jóvenes aprendan a orientarse en el plano medieval del Casco Antiguo, estos días de cuernos estimulan el conocimiento general de los barrios. Porque la geografía del caracol es fundamentalmente periférica, popular y arrabalera, y sus templos más selectos suelen ser garitos ignotos que hay que ir descubriendo a golpe de expediciones y campañas, como si fuesen las fuentes del Nilo o los resplandores de El Dorado. Una persona puede satisfacer los impulsos migratorios y viajeros que caracterizan al sapiens sólo buscando la tapa de caracoles perfecta, normalmente ubicada en un lejano figón de una barriada obrera a la que jamás llegará un guiri con el navegador de Google.

Sevilla, en reconocimiento, ha levantado un monumento casi secreto al caracol. Se encuentra en la esquina de las calles Lagar y Puente y Pellón y es obra del escultor Chiqui Díaz. Allí deberíamos acudir una vez al año con flores y banda de música, como hacen los artilleros con el Zapatones de la Gavidia todos los 2 de mayo. El caracol, sin duda, es la mascota de Sevilla, como la de Jerez es el caballo y la de Madrid el oso. Incluso podríamos ponerlo en el escudo, en vez de la bola del mundo que porta San Fernando, entre San Leandro y San Isidoro, aquel que decía que el plato favorito de la ciudad en los años visigodos eran las albóndigas con cilantro.

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