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La tribuna

manuel Bustos Rodríguez

A menazados

COINCIDEN, en estos tiempos complicados que vivimos, dos acciones de origen y naturaleza distintas, pero que, sin embargo, convergen en tener a los cristianos y, más concretamente, a los católicos en el punto de mira. De un lado, no dejan de llegar continuamente noticias sobre grupos de ellos masacrados o perseguidos, al igual que de iglesias devastadas o incendiadas.

Vienen por lo general de aquellos países con regímenes totalitarios o con mayorías de otras religiones. En China, por ejemplo, sabemos que la Iglesia vive encerrada en una especie de catacumbas, sin libertad ni reconocimiento; que en algunos países islámicos, como Iraq o Egipto, han tenido lugar atentados graves. En India o Pakistán, integristas hindúes se toman de vez en cuando la justicia por su mano; ahora, muy recientemente, también en Bangladesh los extremistas musulmanes. De la misma forma, hay países sudamericanos donde, periódicamente, aparece algún obispo, presbítero o religioso asesinado por defender a los más débiles y denunciar las injusticias.

Mientras tanto, en el mundo occidental, apenas hay interés por estos asuntos, como si lo de los derechos humanos fuesen algo selectivo. Se comprende que ya existen bastantes problemas con la crisis económica y que no se desee abrir nuevos contenciosos, pero el problema no deja de crecer y pudiera convertirse en un incendio difícil de sofocar. Sin embargo, apenas hay sensibilidad y, en los organismos internacionales, casi no se toma en consideración un asunto que, de seguir complicándose, puede afectar al orden internacional. Pero es que Occidente tiene también su propio problema a este respecto, aunque actúe de manera diferente.

Aquí se asiste a una ola de cristianofobia creciente, que tiende también a extenderse peligrosamente como mancha de aceite. En tal sentido, no cesan de llegar noticias de atentados en el corazón mismo de este mundo democrático y desarrollado. Recientemente, el asalto a la catedral de Nantes, donde un grupo de personas la emprendieron con el coro y los altares, dejando tras de sí signos satánicos y ofensivos. No hace mucho tampoco, le tocó al propio arzobispo de Malinas, en Bélgica, experimentar, en una conferencia, vejaciones de un grupo de feministas radicales. El pasado año tuvimos entre nosotros el caso de las capillas de la Universidad Complutense, protagonizado por otro grupo del mismo tenor, y, en Francia y Estados Unidos, ha habido ya varias detenciones de sacerdotes por manifestarse pacíficamente en la calle en favor de la vida. Este fenómeno, afortunadamente, es aún minoritario, pero apenas suele encontrar el rechazo social que merecería.

Al final, como he dicho, en uno y otro caso, el sujeto paciente es el mismo: el cristiano. Y la naturaleza de la persecución diferente. En el primero hay que referirlo sin duda a la ola de fanatismo islámico, a veces también, hinduista, ahora en crecimiento. Y en los países donde los derechos humanos apenas son preservados, a los intereses de determinados individuos y grupos con poder.

Muy distinto es lo que sucede en Occidente, Europa en particular. A medida que los países de la vieja y la nueva cristiandad se desvinculan de sus raíces, el cristianismo se les vuelve un elemento extraño e, incluso, extravagante, como si no perteneciera a su patrimonio más íntimo y colectivo, el de sus propios padres y antepasados, ni tuviera nada bueno que decirles. Cada vez disminuye más esa conciencia y la religión, al evidenciar los peligros de una autonomía sin cortapisas ni limitaciones, viene a considerarse un enemigo.

Pero tampoco debemos olvidar el duro combate actual, y que amenaza con cobrar bríos en los próximos años, en torno a lo que son los soportes básicos y naturales del hombre como sujeto y de la colectividad de la que forma parte. Me refiero a los temas relacionados con la vida y su defensa, el matrimonio y la familia, que lejos de ser asuntos accidentales o baladíes, representan elementos clave, de los que ha de depender sin duda el futuro del hombre.

En la medida que la llamada cultura de la muerte, disfrazada como expresión de libertad y derechos, va imponiéndose como verdad única, ganando terreno en la conciencia social y penetrando en todos los ámbitos, la disputa más se recrudece. Como, por otra parte, no podía ser de otra forma, dado lo que está en juego. En un ambiente de efímeras bases morales, escaso sentido trascendente y ganado por la utilidad, la eficacia y un rabioso individualismo como factores inapelables, es fácil que ideas nocivas a la ecología humana prendan con fuerza. Basta sólo, y eso lleva ocurriendo ya hace tiempo, que grupos de presión, partidos y gobiernos las apoyen para que prosperen con relativa facilidad, sin deparar, en el daño estructural que producen, en los graves problemas de fondo que plantea su promoción.

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