La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Sevilla seguirá, de momento, sin cardenal
Sevilla/Sevilla es un perro que se crece cuando olisquea el miedo del que quiere entrar en ella. Un can cobardón que sólo se viene arriba al detectar las debilidades del que desea a toda costa formar parte de cierto grupo selecto, cierta jet local, cierto lobbie con pretensiones. He visto a gente pagar cuchipandas, mantos bordados, viajes a Tierra Santa y jornadas largas de romerías para después morir en la más absoluta soledad. En todos los casos eran gente no nacida en Sevilla que se pirraba por estar, simplemente por parecer que eran fijos en ciertos organigramas no escritos. Cuando se daban la vuelta, los agasajados se reían de ellos o generaban una mueca de displicencia.
Conocí el caso de uno de aquí, nacido en Sevilla, que en los años noventa contrató a un profesional de la comunicación para que lo introdujera en el Ateneo, un club de fútbol y una hermandad con mucha solera. Al poco tiempo desapareció de los tres ámbitos tras haber subido como la espuma. A veces la ciudad es una máquina trituradora de carne. Te acepta, te integra y te deja hecho pedazos. Un señor me citó recientemente para preguntarme en qué consistía eso de “entrar en Sevilla”, porque él necesitaba asistir a ciertos foros y encuentros.
No tuve más remedio que decirle la verdad desnuda, vía directa para no ser convocado más a su despacho, pero al menos ser respetado. “¿Entrar en Sevilla? Es lo que usted quiere hacer, lo evidencia y eso es lo peor. Porque se van a reír, lo van a despreciar sin que se note y, al final, alguien preguntará con desdén qué fue de aquel que pagaba las convidás. Para empezar deje ya de poner la casa y pagar las copas”. Era y es uno de esos hombres con ambición que le tienen miedo a Sevilla y piensa que nadie se da cuenta (¡Já!). Cree que pagando fiestuquis será uno más de la cofradía civil de los actos de las ocho de la tarde que ahora reverdecen, que después será llamado a fiestas más privadas en los patios de las casas palacio, donde acuden unos simpáticos gitanitos de Jerez a amenizar la sobremesa y has de soportar el infumable baile de la anfitriona que no está ya para exhibir las rodillas... “¿Y entonces cómo entro en tu puñetera ciudad?”, me insistió el incauto. “Mire, su problema es de base, radica en el mismo concepto que usted tiene ciudad. Eso que usted llama Sevilla no es la ciudad, es una pandilla de señores que se alimentan entre ellos mismos y construyen su propia mentira hasta que, al final, acaban a la gresca porque uno, pasado de copas, desliza una mano en el cuerpo de la señora de otro”. Si al final lo mejor es ser perro, aunque sólo sea un perrillo ladrador. Guau.
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