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LA catástrofe de Fukushima, más allá de los daños directos, ha tenido obvias repercusiones en todo el planeta. Algunas, las más, de carácter ideológico. Otras, las menos, centradas en el estudio científico de lo ocurrido y en sus posibles soluciones. Los gobiernos de todos los estados que mantienen abiertas centrales nucleares se han visto sometidos a la disyuntiva de ceder al pánico, y por ende abortar sus iniciativas en este ámbito, o, en cambio, de mantener la calma, revaluar los riesgos y potenciar las mejoras tecnológicas necesarias. Países como Japón, el principal sufridor del desastre, China, Corea del Sur o Francia ya han reiterado su intención de no renunciar a la energía nuclear. Los reactores nucleares en miniatura constituyen el siguiente paso en la senda de minimizar los efectos de hecatombes extraordinarias. Por contra, en gran parte de Europa y en Estados Unidos el debate parece transitar por vías más viscerales. El ejemplo paradigmático es, sin duda, Alemania, un país con fuerte dependencia nuclear (de casi un 25%) que, como se sabe, ha adoptado finalmente la resolución de eliminar todas sus centrales nucleares antes de 2022.

En la raíz de una medida tan radical no es fácil encontrar factores económicos o, incluso, estrictamente científicos. Si algo ha demostrado Fukushima es que, en las peores condiciones posibles, el holocausto nuclear aún resulta altamente improbable: se trataba de una planta vieja e incompetentemente gestionada que soportó uno de los mayores fenómenos sísmicos de la Historia conocida y que, todavía así, nos deja un balance doloroso pero mínimo de víctimas. La causa del viraje alemán hay que buscarla, pues, en otros condicionantes.

Los analistas destacan dos. De una parte, el tradicional culto teutón a la naturaleza, ese credo verde que diríase llevan en los genes y que está irracionalmente por encima de sus inevitables derivaciones (Alemania deberá recurrir a fuentes de energía mucho más lesivas para el calentamiento global; al tiempo, aumentará su dependencia de países menos "puros" -Francia, Suiza, Polonia- que custodiarán la limpieza de su conciencia a precio de oro). De otra, cómo no, la variable política: hoy por hoy, cualquier Gobierno alemán depende de los Verdes; las derrotas recientes de Merkel la han convencido de que no puede oponerse a un sentimiento socialmente tan presente; es la realpolitik la que, al margen de la ciencia, de lo económicamente oportuno y hasta de las propias incongruencias de lo decidido, ha impuesto, al cabo, su ley.

Ésa es, quizá, la mayor amenaza. Nadie objeta el liderazgo de Alemania en el progreso humano, ni su capacidad de influir sobre el resto del mundo. Y sería en verdad decepcionante que tanto capital, rigurosa y largamente acumulado, acabara dilapidándose entre bobalicones suspiros románticos y miopes lances efímeros de coyunturas volubles.

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