la esquina

José Aguilar

De la mili al Erasmus

PARECE que todo se reduce a un problema de liquidez, siempre resoluble, pero la semana pasada sonaron todas las alarmas sobre el futuro del programa de becas de movilidad que toda Europa conoce como Erasmus (por sus siglas en inglés, pero también por buscada coincidencia con el humanista Erasmo de Rotterdam, gran precursor del europeísmo).

El Programa Erasmus se puso en marcha hace un cuarto de siglo y ha permitido, con un módico coste para las arcas de la Unión Europea y de los estados miembros, que entre dos y medio y tres millones de alumnos universitarios hayan estudiado todo un curso o parte de él en universidades de países distintos del suyo. Un gran plan de intercambio educativo, cultural y social que ha construido Europa mucho más que la mayoría de los planes sectoriales implantados por la UE. Algo que no se puede perder de ninguna de las maneras.

"Los españoles hemos pasado de hacer la mili a hacer la Erasmus". De este modo ha definido el programa Braulio Flores, responsable del mismo en la Universidad Pablo de Olavide. No ha podido estar más acertado. La función de socialización y avance hacia la madurez que para muchos jóvenes de hace décadas representaba el servicio militar obligatorio la representan para los jóvenes de ahora la consecución y el disfrute de una beca Erasmus. La ventaja es que la Erasmus es voluntaria y la mili no, y que la Erasmus te abre al mundo y no te encierra en un cuartel.

Gracias al Programa Erasmus esos tres millones de estudiantes (36.000, sólo en España, el curso pasado) no única, ni principalmente, han recibido una formación suplementaria de su carrera, sino que, también y sobre todo, han viajado solos, han empezado a volar sin traumas del nido familiar, han practicado idiomas, han aprendido a convivir con los diferentes, han iniciado la aventura de apañárselas por sí mismos y han construido los cimientos de su vida adulta, es decir, libre y responsable.

Y, hablando, de otra cosa, ¡hay que ver lo bien que se lo pasan! Lo podemos deducir de lo que cuentan nuestros hijos y sobrinos becados, y también de lo que vemos en las calles de nuestras ciudades con universidad acogida al programa. Se supone que también hincarán los codos en las aulas y en sus pisos de alquiler, pero lo que más destaca es cómo han conseguido cambiar el paisaje urbano de los centros históricos con su presencia bulliciosa, su ruidosa alegría y desenfado, sus ganas -satisfechas, con toda seguridad- de diversión y su plena adaptación a los hábitos gastronómicos, lúdicos y culturales de los sitios en los que pasan el curso gracias a la beca Erasmus.

Hay que hacer todo lo posible, y lo imposible, para que Erasmus de Rotterdam no desaparezca de la faz de Europa. Ni sus becas.

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