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Aestas alturas ya nadie puede dudar de que la destitución de Mohamed Mursi como presidente de Egipto se produjo en el contexto típico de un golpe de Estado: si bien es cierto que el Ejército parecía que acudía a la llamada de millones de egipcios que clamaban contra la radicalización de los Hermanos Musulmanes y su intento de apropiarse del país mediante una Constitución de corte fundamentalista y hecha sólo por ellos, la cruel matanza de estos días viene a indicar que los militares no quieren dejar de controlar lo que sucede en el Estado. Cinco decenios llevan así. Los partidarios de Mursi se habían resistido a la defenestración de su presidente de un modo, por lo general, pacífico, y por eso no tiene ninguna justificación la masacre perpetrada el miércoles pasado. Durante estos meses, la Unión Europea y Estados Unidos han intentado un acercamiento entre los Hermanos Musulmanes y el resto de los partidos, liderados por el Nobel Mohamed el Baradei, pero ni Mursi ha sido liberado ni siquiera se conoce dónde se encuentra detenido. Tras acabar el ramadán, el Ejército ha enseñado sus dientes y ha dicho no a un posible acuerdo entre fuerzas políticas. Sin embargo, éste es necesario: el drama de Egipto es que quienes tienen la legitimidad democrática -los Hermanos Musulmanes, ganadores de las elecciones- carecen de un concepto integral de democracia. Se trata de alcanzar el poder para instalar un sistema autoritario, de corte islamista, y esto supone la negación de la democracia. Hasta ahora se pensaba que Egipto podría seguir una vía parecida a la Turquía de Erdogan, un islamista moderado que convive en un país con niveles aceptables de democracia. Una vez ocurrido esto, es la comunidad internacional la que debe presionar a los militares para evitar lo peor, una guerra civil, porque la fuerza de la hermandad en Egipto no parece que vaya a ser enterrada por las armas. El riesgo de que los represaliados, o algunos de ellos, acudan al terror hace pensar en la guerra civil argelina, cuando los militares impidieron gobernar al partido vencedor en las elecciones: aquello costó más de 150.000 muertos. Pero no toda la comunidad internacional es igual: Estados Unidos, que es el país que alimenta a Egipto y y financia al Ejército, tiene un papel más que influyente que debe ejercer y Turquía, con ascendencia entre los islamistas, también tiene que actuar. Por lo demás, a la Unión Europea le queda, al menos, condenar con mayor rotundidad la matanza porque, por mucho riesgo que suponga un partido integrista en el poder, y lo tiene, no hay ninguna justificación para la masacre ni para cambiar el sentido de las urnas.

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