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Joaquín Pérez Azaústre

La muerte de Delibes

MIGUEL Delibes ha tenido una buena muerte, una muerte extraña en los tiempos que corren. Miguel Delibes ha muerto, como se ha visto, rodeado del afecto público y visible, con la identificación de una sociedad sobre la que ha escrito, a la que ha descrito, y que le viene devolviendo en las últimas décadas esa encarnación de un espíritu afín, la sensibilidad sintetizadora de una identidad. Es cierto que en el caso de Delibes hablamos de uno de los autores españoles más traducidos e institucionalizados, más leídos y referenciados, de manera que su solo apellido ya es equivalente, como he escuchado en algún telediario, a la Literatura. Sin embargo, y continúo apuntando a la esfera de lo público, sigue siendo un final cargado de emoción mayoritaria, porque los escritores, habitualmente, mueren en silencio y con muy pocos testigos, sin más repercusión que una necrológica emocionada de algún periodista amigo, a menudo compañero de aventuras comunes, o cualquier discípulo que se ha quedado huérfano.

De Delibes nos hemos quedado huérfanos, en realidad, no únicamente sus lectores, que también son legión, sino una sociedad que, sin Delibes, pierde definitivamente los valores que ha representado: esa sabiduría ancestral que es el poso constante de una escucha, de esa oralidad del poeta andador no muy lejana, más en el fondo que en la forma, del pulso existencial de Claudio Rodríguez. Se va, pero se queda, porque aún podemos oír al señor Cayo, y ese descreimiento natural del poder detentado por los hombres, y podemos sentir la compasión, inteligente y beatífica, de Los santos inocentes. No se trata de hacer un recorrido por la obra del maestro, que lo ha sido de toda una mitad del siglo veinte, reconocido tanto por Umbral como por tantas promociones posteriores, pero cómo escribir esta columna sin citar El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, o El hereje, única novela de Delibes que salió del ahora, aunque no del aquí, denunciando los peligros de la intransigencia ideológica, espiritual y religiosa, por desgracia de gran actualidad posterior. Y Señora de rojo sobre fondo gris, ese canto durísimo, intimista y sincero, tras perder a su esposa, a la compañera y a la madre, una elegía llena de amor vivo, como la despedida de Errol Flynn de Olivia de Havilland en Murieron con las botas puestas: "Ha sido muy hermoso caminar a su lado por la vida".

Ya en lo privado, Miguel Delibes ha muerto rodeado de sus hijos y sus nietos, como un gran patriarca. Sus últimos años han sido difíciles, pero se ha despedido de la vida mirando fijamente a la vida engendrada, una continuidad de sus propios sentidos, de esa lentitud de los afectos, de la comunidad en el lecho crepuscular de encuentro. ¿Quién muere en estos días amparado por todo ese cariño familiar? Ha muerto la novela humanizada.

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