En la muerte de Manuel del Valle

Francisco Moreno Franco (Concejal del Ayuntamiento de Sevilla entre 1987 y 1991)

El mejor alcalde

El alcalde de Chicago, ciudad que competia con Sevilla por la sede de la Expo; Manuel del Valle y el concejal Manuel Fernández Floranes.

El alcalde de Chicago, ciudad que competia con Sevilla por la sede de la Expo; Manuel del Valle y el concejal Manuel Fernández Floranes.

Trabajar bajo la dirección de un hombre inteligente y caballeroso supone un auténtico privilegio. Si además es divertido y riguroso, al privilegio se le añade un profundo gozo.

Manuel del Valle Arévalo, Manolo del Valle, ha sido el alcalde que hizo posible la Sevilla en que vivimos y el alcaide del Alcázar que recientemente enviara a Su Majestad la Reina Isabel de Inglaterra las naranjas sevillanas que (transformadas en mermelada) llevarán nostalgias de azahar sevillano a la mesa de la monarquía británica. Ser capaz de trazar un puente vital entre la modernidad y la tradición sólo puede hacerlo un pequeño puñado de personas. Y entre ellas, singularmente, don Manuel del Valle.

Como Indalecio Prieto, socialista a fuer de liberal, Manolo, para mí siempre mi alcalde, amaba como corresponde a un concienzudo abogado la justicia y no soportaba verla separada de la libertad ni de la buena educación. ¡Cuántas cosas me enseñó! Una junta de portavoces del Ayuntamiento de Sevilla con Soledad Becerril, Alejandro Rojas-Marcos, Adolfo Cuéllar y Rosa Bendala o Fernando Villamil o Luis Pizarro era (como diría mi inolvidable Adolfo) ¡un peligro! De Manolo aprendí dos cosas: que la firmeza en las propias convicciones nunca está reñida con el respeto al contrincante dialéctico y que más allá de los aspavientos o exabruptos del debate público en el hemiciclo, la capacidad para tomar un café, y hablar sinceramente es un método extraordinario para entenderse y pactar, a veces desde la discrepancia, la acción política que beneficia a los ciudadanos.

Este año no tendremos las calles exultantes de la Semana Santa. Manolo, ¿cómo agradecerte que me dejaras (convaleciente yo de la Madrugada) presidir los palcos el viernes Santo, mientras tú (¿en qué creemos, alcalde? ¿Qué representa ser el alcalde de Sevilla?) presidías la asistencia de la Corporación a los Oficios catedralicios. Manolo: no volveremos a recorrer la Avenida a lo sones de la marcha Radetzki. Ya nunca compartiremos (sesiones de mañana y tarde-noche) las recepciones de la Caseta Municipal durante una Feria de Sevilla, este año también incierta. Ello me lleva a señalar otro de tus valores: sin jactancia alguna tú aportabas seguridad, y certeza, una certeza tan firme como tu apretón de manos. Y las cosas pequeñas (o no tanto). Alcalde: por muy hermoso que sea, ¡cuánto cansa ser rey mago en Sevilla!, ¡qué bien sienta el chocolate con churros al finalizar la procesión del Corpus!

El Partido, nuestro PSOE, siempre encontraba en ti el consejo discreto, la opinión sin dobleces, la verdad de tu verdad. ¿Qué más puede esperarse de alguien que entiende magníficamente que la libertad no debe dejarse nunca en las puertas de entrada a una organización política? Por otro lado, dicho sea con todo respeto: nadie sabía para qué sirven las diputaciones hasta que tú presidiste la de Sevilla. Los alcaldes, todos los alcaldes, encontraron en tu despacho lealtad y comprensión y siempre que era posible la ayuda que necesitaban.

No me resisto a recordar una conversación telefónica en la que yo te comentaba algo dicho por mí en este mismo Diario de Sevilla. El mejor alcalde de Sevilla nunca lo fue: Alfonso Guerra. Me dijiste algo inolvidable: “Mira, Paco, la verdad sólo duele a los malvados y a los idiotas”. Me permitirás pues que complete hoy la frase: y de quienes sí lo han sido tú fuiste, sin duda, el mejor.

Alcalde: un sevillano que no canta, bebe muy poco, no baila e ignora en el humor la sal gruesa. Antítesis del tópico sevillano, ejemplo magnífico de una Sevilla que se esfuerza, trabaja y sabe que, por ser además de Noble y Leal, Universal, debe afrontar su futuro con determinación y seriedad (que es justo lo contrario del aburrimiento).

Alcalde, mi alcalde, mi amigo: te has ido con la misma discreción con que viviste. Nos dejas el recuerdo que te prolonga y el afecto en que me honro. Te has ido en tiempos tan difíciles que ni hemos podido acompañarte en esas dolorosas horas que ya no hieren sino que matan. Ni tan siquiera hemos podido abrazar a tu viuda ni a tus hijos. Manolo, compañero del alma, compañero: ¡cuánto duele tu ausencia!

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