DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

Francisco correal

Periodista

Los muertos invisibles

Han ocultado los muertos del Covid como el pobre que se muere en el 'Plácido' de Berlanga

La muerte es siempre un contratiempo para los vivos. Un estorbo. No sabemos si los fallecidos por el coronavirus han sido 28.000 o cincuenta mil. La cifra es lo de menos. Ya dijo alguien que Dios sólo cuenta de uno en uno. No se sabe cuántos han sido, pero ¿dónde están? Los muertos invisibles. Durante muchos años, cuando la pandemia era un asunto de ciencia-ficción o de una serie de Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, nos sentábamos a comer con los muertos de rigor en los telediarios. Cadáveres despanzurrados de la brutal guerra entre hutus y tutsis en Ruanda y Burundi; estampas del banquete de las moscas en la hambruna; cuerpos machacados por la metralla en las calles de Sarajevo, en los mercados de Mostar o Dubrovnik; los sueños evaporados en la arena de una playa de quienes habían cruzado el Estrecho en pateras de juguete en busca de un paraíso inexistente. Muertos de primera, de segunda y de regional para remover la mala conciencia de nuestro confort de bienpensantes occidentales.

Hubo un día en el que la guadaña se olvidó de los precipicios, las guerras y los naufragios para colarse de rondón en la rutina de familias corrientes, en la vida cotidiana que hasta unos días antes no había tenido otra preocupación que las demandas de unos políticos lloricas con sus barretinas y su canesú. La muerte llamó a la puerta de muchas casas, sembró el dolor y descubrió que, en el país de los ruidos, las manifestaciones y las pancartas existía una compañía muy incómoda llamada soledad. Gracias a este virus que vino de China supimos las decenas de miles de ancianos que vivían en residencias. Una realidad impensable en otro tiempo, cuando las casas además de fondas eran hogares y las familias corazas de afecto entre generaciones.

A esos muertos no los han podido ver ni sus familiares. Muertos hutus y tutsis, bosnios y serbios, senegaleses y guineanos, ni uno del barrio de Salamanca, el Barrio Gótico de Barcelona, el Porvenir de Sevilla o la orilla izquierda de la ría de Nervión. Los antropólogos le llamarían etnocentrismo, pero es simple propaganda. El Gobierno ha hecho como la familia a la que se le murió un pobre en Nochebuena en el Plácido de Berlanga: esconderlos.

Ni siquiera hemos podido ver a Cristo en la agonía de la cruz en los cientos de procesiones que no pudieron salir a las ciudades. Se han cumplido 450 años de la entrega por Juan de Mesa de tres visiones tremendas de la Pasión del Señor: el Gran Poder, el Cristo de Montserrat y el Cristo de la Buena Muerte que preside el altar de la Capilla de los Estudiantes.

No se sabe si 28.000 o cincuenta mil, pero la suya no ha sido una buena muerte. Anónimos reparados con minutos de silencio, crespones negros y a otra cosa mariposa. España tiene una deuda con ellos y ésa no aparece en el Fondo Monetario Internacional. España vivió tres meses en la ardiente oscuridad de Buero Vallejo, días como noches. Ahora que ya la noche alegre y confiada ha vuelto con el furor de los días, uno mira al cielo y ve las estrellas, los ojos de los muertos de Albert Cohen en Bella del Señor.

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