La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Un mundo en ocho letras

De aquel mundo sólo queda la Amargura. Todo lo demás ha desaparecido dejando la memoria a la intemperie

Un barrio lejano, de avenidas impersonales y ventanas desde las que se ven otras idénticas en bloques iguales, en el que la caída de la tarde llena de sombras las habitaciones y los corazones de los que ya no las comparten con quienes lo hacían. Allí, tan lejos de San Juan de la Palma, en tanta soledad cercada de recuerdos, una antigua foto en un viejo marco que conserva detrás, medio borrado, el pequeño óvalo dorado en el que apenas se puede leer ya "Casa Pueyo", convierte en presencia cercana la lejanía, que no la ausencia, de la Amargura, la Virgen en cuyo nombre cabe todo lo perdido y viven cuantos se han ido. Ya sólo en estas ocho letras perdura aquel mundo en el que los días eran tan iguales y pasaban tan despacio que todo parecía haber existido siempre y no tener fin. Aparecía la muerte, claro, pero el fallecimiento se ordenaba con tanta naturalidad en la devoción y la vida cotidiana del barrio como las estampas con los nombres de los difuntos se guardaban entre las páginas de los devocionarios.

Barrio, Virgen y cofradía unían los muertos con los vivos en una compasiva y consoladora continuidad. La pervivencia de las casas que habitaron, las calles en las que vivieron y las tiendas en las que compraron, de la iglesia en la que fueron bautizados, se casaron y se dijo su responso, de la Virgen a la que le rezaron y del renacer cada Domingo de Ramos de la cofradía en cuyas filas salieron, garantizaba la pervivencia de quienes, aún muertos, seguían viviendo en las vidas de todo cuanto conocieron y amaron: su barrio, su Virgen, su hermandad… La vida era un eterno retorno de túnicas blancas un atardecer de Domingo de Ramos.

De aquel mundo ya sólo quedan San Juan de la Palma y la Amargura. Todo lo demás ha desaparecido, llevándose lo que aún pervivía de quienes allí habían vivido. Los recuerdos, a la intemperie, se han desvanecido. Ya va poco por allí porque tiene la sensación de que han matado por segunda vez a sus muertos. Como si hubieran borrado sus nombres de las lápidas y arrojado sus restos a una fosa común. No hay donde llevar flores. Por eso coge cada 21 de noviembre dos autobuses hasta Ponce de León, baja por Gerona y, llegada a San Juan de la Palma, pone sus flores a los pies de la Virgen, llora con Ella por los suyos y después regresa al lejano barrio donde le espera una habitación solo habitada por una antigua fotografía en blanco y negro de la Amargura.

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