La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Tablada, zona libre de pelotazos
Los cuerpos hallados recientemente en Pompeya, una pareja refugiada en una pequeña habitación, que portaba un breve tesoro de monedas y joyas, pone a la vista la facilidad con que muere y se consume nuestro mundo. Dion Casio escribió, en su Historia romana, que la población de Pompeya sucumbió mientras se hallaba en el teatro. Lo cual daría pie a los moralistas del XVIII y el XIX a imaginar una Roma envilecida por el lujo y el espectáculo, y castigada justamente por la divinidad. Ahí tienen ustedes al benemérito Bulwer-Lytton de Los últimos días de Pompeya. Es, sin embargo, Plinio el Joven quien nos informa del desarrollo de aquella tragedia. Es a él a quien debemos la soberbia imagen de la erupción del Vesubio, en el año 79 d. C., cuya nube de humo y cenizas se alzaba como un altísimo pino sobre la bahía de Campania.
Plinio el Joven escribe dos cartas a petición del historiador Tácito. Una para explicar la muerte de su tío, el gran naturalista Plinio el Viejo, quien entonces se encontraba al mando de la flota de Miseno; otra para consignar su propia salvación, cuando el polvo y el lapilli empezaban a sepultar las ciudades próximas y a sumirlo todo en una impenetrable oscuridad. En aquella oscuridad, escribe Plinio: “Podías oír los lamentos de las mujeres, los llantos de los niños, los gritos de los hombres”. Y muchos “creían que ya no había dioses en ninguna parte y que esta noche sería eterna y la última del universo”. Algo más tarde, Plinio confiesa un melancólico consuelo en su desdicha, que no es atribuible a su mocedad (tenía dieciocho años cuando ocurre la devastación), sino a cierta correspondencia, radical e infausta, con cuanto le rodea. “Podría jactarme de no haber dejado escapar un quejido, una palabra poco valiente en medio de tantos peligros, si el pensamiento de que moría con todo y de que todo moría conmigo no me hubiera brindado un consuelo amargo, por supuesto, pero apreciable”.
Esta totalidad, familiar y acogedora (una cama, un arcón, un candelabro de cobre, el tesorillo femenino de unas joyas), es la que aún acompaña a los dos pompeyanos rescatados de su silencio por los arqueólogos. Esa misma dicha amarga y melancólica es la que embargará a Stefan Zweig, muchos siglos más tarde, cuando consigne la minuciosa demolición de cuanto amó, El mundo de ayer, destruido por los totalitarismos. He ahí el asombro conmovedor y la actualidad inagotable de Pompeya. ¿Cuánto de lo que consideramos nuestro nos sobrevivirá? ¿Y qué minúsculo tesoro asiste hoy a quienes huyen?
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