Puntadas con hilo

María José Guzmán

mjguzman@grupojoly.com

La música que alimenta

Aplausos que saben a poco y conciertos improvisados que nos recuerdan deudas

Es muy decepcionante llegar a una parada de autobús, dar los buenos días o buenas tardes y recibir una callada por respuesta. Incluso alguna mirada esquiva de quien quizás tema que el parabién no sea gratuito. La escena es especialmente dolorosa si quien desprecia el gesto es una persona mayor. Y ocurre de veras. Antes estos episodios sucedían sólo en las capitales, en los pueblos todavía perduraba esa buena costumbre que se ha ido perdiendo cuando los pueblos, quizás no todos por suerte, dejan de ser eso, pueblos, y se convierten en ciudades, en urbes metropolitanas impersonales y desagradecidas.

Hay lecciones de vida que jamás se olvidan. Un verano, un vecino, harto de que cada noche un joven casi le pisara los pies cuando se dirigía a casa de su novia sin ni siquiera toser, lo esperó mientras tomaba el fresco sentado en una mecedora en la calle: "Oiga, un momento, ¿le debo a usted algo?" El joven, más avergonzado que extrañado realmente, respondió que no y desde entonces empezó a saludar cada noche, varias veces, desde que desembocaba por la esquina saldando su mala educación.

Estos días de aplausos en los balcones y buenos gestos anóninos me traen a la memoria a aquel hombre. Vecino de toda la vida, como probablemente muchos de los que pisan o escuchan pared con pared desde sus viviendas sin que sepan de ellos más que el nombre de pila, si acaso. Y pocos reparan en esa deuda. Hasta que una fuerza mayor obliga y el coronavirus se convierte de repente una noche en el freno que impide sortear en silencio aquella acera y aquella mecedora. Entonces surge la necesidad de escuchar a los mayores, a los niños y al vecino del quinto. Se abren las ventanas y se descubre que allí enfrente viven personas y se juega a adivinar quiénes son, a qué se dedican... y hasta se les habla a gritos y se les cuida. Y tres, cuatro o hasta cinco minutos de aplausos, lejos de parecer una eternidad, saben a muy poco. Surgen conciertos improvisados, recitales y carteles con arcoíris y buenos deseos que recuerdan que todos estamos en deuda.

El miedo y la incertidumbre sacan lo mejor de cada uno. Suenan violines y flautas traveseras que se convierten en caricias cuando el contacto está vetado. La música alimenta el alma y, aunque parece un tópico, está probado científicamente. Bellas artes para las que no todos están llamados. Pero hay otras formas de aproximarse escondidas, olvidadas, arrumbadas entre rutinas y malas costumbres de la nueva era digital y que se manifiestan en unos pies entralazados en el sofá; en la mirada sostenida en la intimidad, en la risa de un familiar que recibe con asombro una llamada cuando ya había aprendido a conformarse con gifs y mensajes de Whatsapp; y en los ojos de los niños que hasta hoy no sospecharon que la mejor extraescolar está en casa. Suena a paraíso. No siempre, el aislamiento obligado también puede ser la cárcel más cruel cuando la respuesta que hay al otro lado no es la esperada. Se avecinan días duros, pero propicios para saldar deudas. Para bien o para mal.

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