En 1923, el semanario España se hizo eco de un supuesto Real Decreto por el que se convocaba la plaza de Poeta Nacional. Entre los requisitos que habían de acreditar quienes opositaran al puesto constaba, entre otros, "ser español castizo". Quien la ganara, tendría categoría de funcionario de primera, habría de vestir el uniforme reglamentario (guerrera roja, pantalón amarillo y un par de alas doradas sobre los omoplatos), y entre sus funciones estarían concurrir a las batallas con lira de reglamento, "improvisar cuantas poesías le ordene la superioridad" o "leer en alta voz cuando las circunstancias lo permitan". La prueba de acceso se las traía: composición de un poema en octavas reales que ensalzara el mayor número posible de glorias nacionales. Para el puesto postularon a Isidoro Capdepón Fernández, poeta tan apócrifo como esta convocatoria, patriotero y rancio como él solo, nacido de la imaginación y la pluma del gran Lorca. Lo que se rieron.

Esta boutade maravillosa, firmada por Melchor Fernández Almagro, me causó tanto regocijo cuando di con ella en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, que desde entonces no paro de darle vueltas a la idea: hay que convocar la plaza, si no de poeta nacional, al menos sí de poeta municipal. Ahora es un momento perfecto: el proyecto proMETEO acaba de otorgar a Sevilla la potestad de poner nombres a las olas de calor, del mismo modo que en Estados Unidos bautizan a los huracanes. Si la poeta o el poeta municipal se encargara de ello, yo lucharía por el puesto con uñas y dientes. Sé que somos muchos los esforzados obreros del ripio en Sevilla, la mayoría con más acreditaciones que servidora, pero -de obtener la plaza- prometo ejercer mi función para todos los sevillanos, con vocación de servicio público, dando hasta la última gota de mi tinta.

Sevilla ya ha pensado nombres para las próximas cinco olas de calor que nos van a caer encima: Zoe, Yago, Xenia, Wenceslao y Vega. No puedo estar más en contra. Quiero la hoja de reclamaciones. A las olas de calor hay que ponerles nombres de aquí de toda la vida. Con una poeta municipal en plantilla, esto no pasaría. La o el poeta municipal se encargaría además de acabar con las rimas internas en las notas oficiales, rebajar las hipérboles de los pregones, revisar hipérbatos y lugares comunes en las nuevas letras de canciones que se dediquen a la villa, y resumiría cada ordenanza en una soleá que quedara en la memoria del pueblo. ¡Me lo pido!

En caso de que, entre las funciones y competencias del poeta municipal, estuviera la de ensanchar la sensibilidad, la bonhomía y la delicadeza en los corazones, propongo nombrar inmediatamente a un compañero de estas páginas, Braulio Ortiz Poole.

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