Por 25 pesetas: bondades que se predican de Sevilla. Por ejemplo, "sus gentes saben moverse y comportarse en una bulla". Es verdad. Este pueblo tiene un máster de experto en angostura y retortero, es perito en muchedumbre y hacerse hueco con sprezzatura. Ahí se me nota que no soy aborigen. He aprendido a pedir por mímica en las barras populosas, pero desespero de veras si me quedo atrapada en el gentío, sobre todo si no encuentro una salida. Admiro la paciencia hospitalaria de quienes -no todos, ya lo viven ustedes mismos en carnes- aguardan, se echan a un lado, sonríen, bromean, se disculpan, piden permiso en el bullicio. Están allí y así hasta a gusto. Hay en lo colectivo una gran emoción que en Sevilla alcanzamos a entender bien porque hemos asistido al silencio multitudiario cuando pasa un paso, a la alegría común en las cabalgatas de enero o junio, al clamor popular en nuestras manifestaciones. Eso es bueno, mientras sea propio del pueblo, mientras el poder, da igual cuál, no lo malverse como suele.

Lo que no se nos da tan bien es la no-bulla. Permítanme el constructo. Si Marc Augé acuñó el no-lugar por qué no voy a teorizar yo de la no-bulla. (No están lejos ambos conceptos: la bulla es propia de los lugares, y la masa, de los no-lugares). En estos días de la pequeña bestia, estamos ensayando otros modos de relación que nos resultan absolutamente ajenos. Hemos de aprender a reportarnos en la 'no-bulla'. Los cuerpos que, como un territorio político, hay que respetar ahora van más allá del cuerpo físico, hay que cuidar además el aire que los rodea. ¿Cómo generar empatía sin cercanía física, cómo no invadir, de balcón a balcón, esa parte invisible e importante que conforma al otro? Estamos haciendo lo que podemos pero, por ahora, comportarnos en la no-bulla nos sale regular. "¿Tan difícil es que nos guardemos armoniosamente el aire?", pienso, esperando mi turno en el mercado mientras contemplo a un cliente que contempla el género tan de cerca que las gambas pueden sentir su aliento. En las colas, pervive la lista de turno que se cuela al descuido. Y ¿qué nos hace pensar que el público cautivo que tenemos por vecinos necesita que lo animemos orientando los altavoces del equipo de música hacia la calle y dándole al play? ¿Alguien puede dejar de grabarlo todo, por favor? Bueno sería aplicar el sabio civismo sevillano de la bulla a la no-bulla. A pesar de todo, cada día trae señales de quienes practican la sublevación inmóvil, la silenciosa empatía, la sutileza de los gestos. La vecina que te agencia una mascarilla, quien da gracias a la cajera, el boticario que te atiende en condiciones, quien no te mete prisa, quien no reenvía el odio, quien posterga la trifulca, quien te hace saber desde lejos que de veras te siente cerca.

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