Desde mi córner

Luis Carlos Peris

De la noche más larga jamás soñada

HABÍA sonado ya el primer aviso, García Carrión, desde su vestuario arbitral, empezaba a urgir para que los equipos saltasen a la hierba. Sólo era el primer timbrazo, Felipe González acababa de entrar en el camerino bético para desearles suerte a los futbolistas de su equipo y reparaba cómo uno de ellos aguantaba mordiendo una toalla la infiltración que Vicente Montiel, inolvidable Manos Mágicas, le inoculaba en uno de sus tobillos.

Tobillo deformado por una inflamación que parecía imposibilitar a cualquiera para ni siquiera andar. Eran los prolegómenos más íntimos de la final de la primera Copa del Rey; Alberto Tenorio, hoy roto como tantos lo estamos, se negaba en redondo a que el Betis le quitase las rayas a su camiseta por inocuo imperativo televisivo, el sin par Antonio Benítez deambulaba con la mirada perdida, Manolo Campos le lanzaba balones a José Ramón Esnaola, los minutos galopaban...

Y ese futbolista que aguantaba un martirio para poder defender esa noche la camiseta de su equipo del alma, el Betis, se incorporó y ya estaba como nuevo, para lo que hiciese falta. Y llegó el aviso definitivo para salir a enfrentarse con la hora de la verdad, que ya el Rey estaba en el palco en compañía de su hijo. Juan García Soriano aglutinaba el ánimo como en él siempre fue habitual, Cardeñosa miraba hacia abajo, López al frente, ¿estamos todos? Pues adelante.

Y en la noche más larga jamás soñada, Sevilla iba a ver cómo le llegaba un título tras una sequía de casi treinta años. El "illa, illa, illa, la Copa pa Sevilla" atronaba por toda la ribera del Manzanares y la mayoría vasca se iba a casa con el ánimo a media asta y la frustración haciendo estragos. Fue a través de una lucha larga y feroz en la que tuvo especial protagonismo Sebastián Alabanda, ese que saltó de la camilla a la cancha y que ayer nos abandonaba sin decir adiós. Qué tristeza.

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