la tribuna económica

Joaquín Aurioles

El nuevo proyecto europeo

DENTRO de dos semanas se celebrará la cumbre europea del crecimiento, donde los máximos responsables de la UE se reunirán para certificar el fracaso de la estrategia europea contra la crisis. Es posible que el nuevo presidente francés no llegue a plantear una modificación sustancial de los programas de reforma y ni siquiera del pacto fiscal, pero sí se espera que se suavice el calendario de los ajustes, con el fin de evitar la condena a una larga etapa depresiva, con riesgo de no retorno, para alguna de sus economías más vulnerables. La impresión que se extiende por los países de la periferia, y en general por la izquierda política del continente, es que los reformistas más recalcitrantes consideran a los ciudadanos cómplices de la incompetencia de sus gobernantes, de manera que no solamente aceptan, sino que incluso ven con buenos ojos que soporten íntegramente los costes de la reparación, en forma de empobrecimiento real de la población. Es perfectamente comprensible que el contribuyente cumplidor del centro y norte de Europa se resista a financiar los problemas de países que no tienen ningún empacho en reconocer que una cuarta parte de sus economías podrían estar sumergidas y ocultas al fisco, aunque también parecen ignorar que la insistencia en esta postura puede provocar el desmoronamiento del proyecto europeo, si alguno de sus actuales socios no consiguiera resistir hasta el final.

Puesto que entre los más vulnerables están algunos miembros de la Eurozona, es frecuente que la situación se identifique con "la crisis del euro", aunque en la práctica siga siendo una moneda fuerte. No estamos ante una crisis monetaria ni nada que se le parezca, puesto que el euro mantiene una cotización similar a la de 2003 y un tipo de cambio efectivo frente a las 12 monedas con las que más se relaciona, que era 100 en 2002, que oscila entre 98 y 108 desde hace dos años. La crisis del euro es, en realidad, el reflejo de la desconfianza en que se puedan recomponer los equilibrios que en los acuerdos de Maastricht de 1993 se consideraron imprescindibles para que una moneda única pudiera funcionar en Europa. Se acordó entonces que sólo podrían formar parte del proyecto los países capaces de converger en inflación y tipos de interés, además de conseguir mantener sus déficits y niveles de endeudamiento público por debajo del 3% y 60% del PIB, respectivamente.

Con diferencias de tipos de interés que se amplían con cada noticia adversa sobre las primas de riesgo y con el déficit y el endeudamiento descontrolados y sin posibilidades de reconducción a corto plazo, el euro es sencillamente una realidad ingobernable en estos momentos. El fracaso del euro es el fracaso de las instituciones comprometidas con el mantenimiento de unas condiciones internas de funcionamiento y su salvación depende de la posibilidad de restaurarlas, lo que significa que las reformas siguen siendo imprescindibles, aunque también revisables en términos de calendario. Este es el reto de la estrategia alternativa con la que Hollande ha conseguido devolver algo de esperanza a los más escépticos sobre el futuro del proyecto europeo.

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