Estábamos a un naranjazo de donde madura el limonero, junto a la casa donde vivió Juan Ramón en su tiempo de estudiante en Sevilla y donde hace cien años hubieron de enarenar y cubrir de paja la calzada para amortiguar el ruido de los carruajes. El objetivo era paliar el sufrimiento que la gangrena gaseosa producía a Varelito tras su cornada en la Maestranza unos días antes. O sea que estábamos en la calle Gerona y el motivo era develar un azulejo que recordaba que en ese número 15 había nacido un intelectual que durante decenios había impartido saberes desde su cátedra de eximio americanista. Y allí, arropando a don Luis Navarro, la autoridad vigente y un puñado de amigos, discípulos y familiares se dieron cita en una mañana soleada de febrero. Fue un acto íntimo y gratificante, como una especie de oasis en este desierto de penuria y sinrazón que padecemos.
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