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El odio

Yo me pregunto el motivo por el que dos chicas jóvenes actúan con ese afán destructivo

Las redes sociales, ese corral de vecinos en el peor sentido de la palabra que domina la existencia de muchos seres todavía denominados humanos, han dado a conocer días atrás la imagen de dos jóvenes haciendo una pintada en la fachada de la sevillana iglesia de San Martín y en la que se amenaza a la Iglesia con actos incendiarios. Mientras una termina la pintada, su compañera realiza un selfie y posa con cara de satisfacción.

El hecho de pintar un monumento artístico ya de por sí denota una alta dosis de incultura, como bien ha reflejado en estas páginas hace un par de días María José Guzmán, lo que no nos resulta extraño a la vista de los planes educativos vigentes; pero el texto de la pintada denota una agresividad latente que es más preocupante. Al fin y al cabo, la incultura es admisible al modo de la famosa frase de en mi hambre mando yo. Uno puede ser inculto e iletrado por circunstancias ajenas o por voluntad propia y mostrar la más absoluta indiferencia ante lo que otros consideran una obra de arte, pero la agresividad y el odio son cosas bien distintas.

Yo me pregunto el motivo por el que dos chicas jóvenes, que apenas tienen edad para acumular tanta inquina contra la sociedad, actúan con ese afán destructivo de lo que tanto trabajo cuesta mantener, al tiempo que muestran tanto odio contra una institución como es la Iglesia que no llama a nadie por obligación y de la cual somos libres, como se dice ahora, de pasar olímpicamente. Su actitud es equiparable a la de los fundamentalistas que arremeten contra un grupo de personas que pasean o charlan tranquilamente por la ciudad, por un odio a lo que consideran otra cultura y que, precisamente, lo que ha hecho es darle una educación y un bienestar del que no disponían en sus países de origen y al que son muy libres de volver.

A la cosa no debe dársele más importancia de la que tiene, con ser mucha, pero no hay que dejar de lado que es consecuencia del clima que se está creando en este país que todavía se llama España. Los discursos de los políticos, además de traslucir una necedad preocupante, adquieren un tono que cada vez se aleja más de la concordia y de lo que debería ser un arte noble en defensa de la cosa pública. Si a ello unimos el preocupante nivel que se respira en las aulas por parte de alumnos y enseñantes, nos salen estos monstruos que nos amenazan y pretenden hacernos la vida imposible.

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