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En la oscuridad

Este agosto pasado se cumplieron ciento treinta años del nacimiento de Jack el Destripador

Este agosto pasado se cumplieron ciento treinta años del nacimiento de Jack el Destripador, del ominoso Jack the Ripper, cuya afilada sombra (lo suponemos alto, refinado, seductor, esquivo) aún puebla el imaginario de la modernidad, como un afiche del Mal que nos reclama desde lo oscuro. Cuando Conan Doyle visitó las oficinas de Scotland Yard, y a la vista de las misivas que el Destripador envió al pobre inspector Abberline ("Catch me if you can", escribía, desafiante, aquel genio monstruoso e irónico); digo que cuando Doyle tuvo ante sus ojos la caligrafía del Destripador, insinuó dos hipótesis que quizá anduvieran cerca de la verdad: una, que The Ripper probablemente fuera norteamericano. Y dos, que para huir de sus captores se habría disfrazado de mujer.

En el 95, Evans y Gainey publicaron The lodger, el inquilino, donde sostenían que el Destripador no era otro que el médico norteamericano Francis J. Tumblety, que escapó de la policía y del país tras pagar una abultada fianza. Fuera quien fuese el Destripador, lo significativo, lo determinante, lo asombroso, es que en el transcurso de unos meses, de noviembre de 1887 a agosto de 1888, ven la luz, en la ciudad de Londres, tanto el prototipo del criminal moderno como el nuevo modelo del investigador científico. Es decir, que Londres asistirá al nacimiento, propiciará la aparición, tanto de Sherlock Holmes como de Jack the Ripper. Según dice De Quincey en El asesinato considerado como una de las bellas artes, lo que distingue al criminal puro, lo que lo convierte en un prominente hijo de Caín, es la total ausencia de motivación que adorna sus fechorías. Lo cual, unido al hacinamiento, a la indefensión, al anonimato que promueve la gran urbe, y que ya había denunciado Coleridge, siluetean a ese criminal sin rostro, amparado por la multitud y la noche, que años más tarde (De Quincey había escrito su obra seis décadas antes y no conocería los crímenes de Whitechapel) tomará el nombre de Jack the Ripper.

¿Es necesario recordar que aquellas multitudes, que aquel infortunio dickensiano, que el vasto anonimato de la metrópoli, propiciaron también el sueño de la Arcadia provinciana que aún hoy nos persigue? Lo distintivo del Destripador, y la duradera eficacia de su violencia, fue la naturaleza azarosa de sus crímenes: ahí, la víctima era sólo un trozo de carne dispuesta al sacrificio. Y el Destripador, el émulo de un viejo dios, un dios sanguinario y arcaico, venido con la niebla.

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