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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

CADA vez que la corrupción política deja de ser una ristra de casos aislados y entra en la conciencia colectiva como un fenómeno generalizado, letal para el sistema democrático por su extensión, dimensión y transversalidad, se abre el debate sobre si su tipificación penal es la adecuada, incluso sobre si las medidas políticas, códigos éticos y pactos de alto nivel que pretenden prevenirla son suficientes.

Hombre, todo lo que sea adecuar mejor las penas a la gravedad de estos delitos nacidos al amparo del poder, aumentar el rigor de la legislación y comprometer a los políticos -honrados, en su mayoría- a una gestión transparente y correcta de la cosa pública debe ser bienvenido. Pero insisto en lo mismo de siempre: lo fundamental es la voluntad de erradicar la corrupción. Toda la corrupción, sin partidismo y con la misma vara de medir aplicada a propios y ajenos. El día que las cúpulas dirigentes reaccionen con igual firmeza ante cualesquiera casos de prevaricación, cohecho, tráfico de influencias, etcétera, la vida política quedará limpia. Con corruptos aquí y allá, por supuesto, que eso no se liquida, pero sin este hálito pestilente que ahora la contamina y pudre.

Si hay algo que cambiar, aparte de la conducta sectaria de los partidos políticos, no son las leyes ni los tipos penales contra la corrupción, sino el aparato del que dispone la sociedad para ser resarcida de lo que le roban. Se necesita una respuesta más enérgica y reparadora a esta pregunta: ¿qué pasa con el botín? Es decir, ¿cómo recuperamos lo que nos arrebatan los alcaldes, concejales, empresarios, comisionistas y conseguidores que han tramado esas operaciones? Difícilmente, diría yo, y ahí puede estar la clave de la persecución ineficaz de los delitos de corrupción en España.

No vemos en nuestro país el equivalente judicial a Bernard Madoff, el rey de la estafa, condenado a los pocos meses de su detención a 150 años de cárcel y con todos sus bienes embargados. Aquí el corrupto, el estafador y, en general, el delincuente de cuello blanco, además de ser enjuiciado muchos años después de cometer el delito -eso, si no prescribe entretanto-, se declara insolvente, ha puesto buen cuidado en llevar el dinero robado a algún paraíso fiscal y ha creado sociedades pantalla, completamente opacas, de tal modo que cuando los policías les pillan tienen las manos muy lejos de la masa, y contratan abogados de postín que si no consiguen anular el proceso por un defecto de forma les sacan condenas benignas que nunca cumplen íntegramente. A los pocos años saldan su deuda con la justicia y vuelven a respirar el aire de la calle... con todo el dinero a su disposición sabe Dios dónde. ¿O es que alguien sabe dónde está lo que trincó Luis Roldán, por ejemplo?

El problema no son las leyes ni los códigos. El problema es el botín.

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