HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

La paz de los sindicatos

LAS predicaciones a favor de la paz con los nacionalismos independentistas embrutecidos, la alianza fantasmagórica con las civilizaciones, la comprensión y la tolerancia con la invasión africana y el islamismo vengador, el madrinazgo en los casorios entre personas del mismo sexo, el laicismo llevado al ridículo por sus contradicciones, el adoctrinamiento a lo venezolano de los escolares, la reescritura estaliniana o hitleriana de la Historia de España y, en fin, tantas frases de alta moral para con los pobres, los obreros, los vencidos de la Guerra Civil, el antidemocrático multiculturalismo y el imposible igualitarismo, han convencido a los sindicatos de que debe haber paz social, aunque el Gobierno español se tenga que lanzar a los caminos del mundo para pedir limosna, seguido, como es de esperar, por los más relevantes cargos sindicales. Algo nos traerán de su peregrinaje mendicante.

Hace 30 o 40 años, y bastantes menos, se le torcía un pelo a un metalúrgico de Bilbao y se llenaban las calles de España de banderas rojas y de consignas, de piquetes informativos para defender la libertad de huelga, manifestación y expresión, aun con el sacrificio de cortar caminos, vías y puentes, romper escaparates y poner silicona en las cerraduras de los comercios antes de la hora de apertura. Era el sindicalismo puro, de bocadillo y tintorro, que no pactaba mientras hubiera un pobre necesitado, un obrero o un jornalero en paro, y que esperaba de la revolución en puertas la redención de los trabajadores, gracias a que los jefes sindicales serían presidentes de gobiernos, ministros, gobernadores, alcaldes y todos los puestos de representación política, entonces ocupados por la Hidra de la Reacción, ese monstruo mitológico tan socorrido en la lucha democrática popular.

El bocadillo y el tintorro imprimen carácter, como los sacramentos. El arroz con bogavante, el vega sicilia y el chivas también lo imprimen. No todos los sacramentos son iguales en la jerarquía sagrada. Lo que fue un sindicalismo reclamando mejoras en las condiciones de trabajo pasó a otro con vocación política para cambiar la sociedad. El Estado del Bienestar, creación de los aliados después de la última guerra mundial, y del que se benefició la dictadura de Franco, ha convertido a los obreros en clases medias con tibia conciencia social. Casa propia, hijos universitarios y medios para vivir con desahogo que no están dispuestos a poner en riesgo.

No vale hacer demagogia con estas conquistas, pues uno de los fines del sindicalismo era darles a los trabajadores acceso a bienes materiales y culturales que antes les estaban vedados. Quedan los parados y los sectores marginales, pero mientras gobierne una izquierda nominal que, junto con los sindicalistas, ha ascendido de clase, les espera un oscuro porvenir.

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