La Ciudad y los días

Carlos Colón

El perfil

MEDIABA la mañana del sábado mientras el oficiante leía el Himno a la Sabiduría del Eclesiástico: "El que me come tendrá más hambre, el que me bebe tendrá más sed". Tras él, o más bien sobre él, se erguía la Esperanza en su primer día de besamanos. Y las palabras parecían volar hacia la imagen para quedar bordadas tras ella en el aire, como el "Estrella de la mañana" de su palio. Tras muchos años de verla -tantos que seguía su paso, a pie de manto, desde que salía de la Catedral hasta que entraba en San Gil- me decía alguien que la conoce como pocos: "Nunca se ha visto a la Macarena del todo". Es cierto; es imposible verla del todo, llegar a lo último de su misterio, darla por conocida o sabida. Es fugitiva, inaprensible, inabarcable. Siempre se está por primera vez ante ella, siempre sorprende, siempre dice algo que no habíamos oído antes. Por eso nunca se la encuentra sin gozo, ni se la deja sin pena. ¿Quién puede decir que ya la ha visto? ¿Qué reloj puede marcar la hora de dejarla? Se la entrevé aunque se la mire cara a cara, se la presiente aunque esté delante y da pena haber pasado ante ella aunque todavía le estamos besando la mano, como el Viernes Santo sentimos que se nos va cuando todavía ni tan siquiera ha llegado.

De todos, el misterio más inaprensible de la Esperanza es su perfil. Inmune al peso de la corona, ajeno a la agitación de las tocas, perfecto sin la frialdad que a veces la perfección tiene, conciliando los contrarios de la fragilidad y la fuerza, la belleza y la hondura, ese perfil es un limpio y preciso tajo dado al tiempo para herirlo, y que algo de la eternidad que nos aguarda fluya a través de él; ese perfil es la escala de Jacob por la que bajan los muertos para decirnos que aún nos siguen queriendo, que ni ellos están en la soledad de la tumba ni nosotros en la soledad de la vida; ese perfil es la frontera entre la muerte y la vida, entre la eternidad y el tiempo, que la Esperanza mantiene abierta con sus solas fuerzas para que, mientras la contemplamos, sintamos en lo más hondo que el nuestro no es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos. Por eso en su boca entreabierta, cuando se la mira de perfil, están esculpidas las palabras de Isaías: "El Señor me ha enviado para vendar los corazones desgarrados". Y por eso tantos de los que vienen a verla y a ser vistos por ella se van llorando inconsolablemente, bautizados por sus propias lágrimas, con unos sollozos de resurrección y reencuentro que duelen, claro que duelen, tan parecidos al de los niños que por primera vez respiran.

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