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La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

La perversión del lenguaje

LAS palabras nos sirven para reconocer las cosas, identificarlas. Los avances de Occidente en el terreno científico se vinculan a su capacidad para describirlas con propiedad, distinguiéndolas entre sí, incluso cuando parecen semejantes sin serlo.

Sin esta capacidad, la ciencia no habría podido desarrollarse y hoy no estaríamos donde estamos. Imagínese el lector que, dentro de la Medicina, confundiéramos un cáncer con una bronquitis por no ser capaces de explicar con precisión sus diferencias. Por eso, entre otras cosas, resulta tan preocupante el empobrecimiento del lenguaje entre los jóvenes. O la falta de rigor con que utilizamos las palabras. Estas, sin embargo, nos remiten a una realidad subyacente, a una Verdad, de la que los conceptos, formados por palabras, han de dar correcta cuenta.

En el tiempo actual, lejos de buscarse la precisión y, por tanto, a través de ella, la verdad de las cosas, existe la creencia muy extendida de que el lenguaje puede manipularse y, de esta forma, cambiar la realidad, Y ello es así porque se piensa que ésta no tiene consistencia por sí misma; dicho en román paladino: que podemos dejar de llamar al pan pan y al vino vino sin pagar un precio. Así, nos inventamos mil y una maneras de soslayarla, como si variando las palabras que la designan, y, de esta forma, el concepto resultante de su unión, pudiésemos transformarla a nuestro antojo, según conveniencia propia o las exigencias de las modas. Algunas filosofías del piensa en positivo apuntan indudablemente en esta dirección.

Llevamos ya décadas intentando cambiar la realidad por medio de las palabras. Por ejemplo, hemos sustituido las de viejo o anciano por la ambigua de mayor; la de aborto, con toda su carga dramática, por un eufemismo: interrupción del embarazo; la eutanasia por otro, el de muerte dulce, y así un largo etcétera.

La tendencia a dar rodeos para designar las cosas existe desde siempre. Con frecuencia lo hacemos por quitarle mordiente a ciertos hechos, incluso, con buena voluntad, para no dañar o minusvalorar al posible afectado. Otras, paradójicamente, se busca, a través de la opacidad del lenguaje, dar una apariencia científica a lo producido en una determinada profesión. Casi todas las disciplinas tienen hoy sus jergas lingüísticas propias, al alcance tan sólo de los iniciados. Sin embargo, en no raras ocasiones, cuando se analizan con serenidad sus contenidos, se aprecia fácilmente la perogrullada que suelen ocultar. Nuestra cultura dominante va todavía más lejos, llegando asimismo a pervertir el lenguaje. Algunos políticos actuales, aunque no en exclusiva, son maestros en ello.

En el fondo, lo que subyace es un profundo y, a veces, interesado nihilismo: la creencia de que la realidad no es sino producto de una construcción puramente humana, cultural. De ahí que se piense -en esto consiste la nueva fe- que se puede transformarla a gusto de cada uno o a golpe de mayorías parlamentarias con sólo cambiar el lenguaje, sobre el cual opera nuestra mente para conocer las cosas. Las ingenierías sociales que son y han sido descansan en esta creencia.

Los resultados saltan a la vista en el síndrome del calcetín: el anverso de las cosas puede sustituirse por su reverso sin que por ello sufra la verdad ni el hombre que la busca. Pero conviene recordar que a éste se le deja desorientado, sin referentes a los cuales asirse, salvo los que, subrepticiamente, le inyecten los ideólogos de turno, que suelen ser jueces y parte. Las cosas son así percibidas a través de visiones deformadas que nos impiden su justa valoración. Se niega la Verdad para construir una ficción, pretendiendo que funcione como la misma Verdad rechazada.

Tal es la paradoja radical y perversa de nuestro mundo. Por eso se combate tanto, con rabia a veces, a las personas e instituciones que se presentan como portadoras de convicciones y de verdad. Pero para imponer quienes lo hacen sus verdades, las cuales desean presentar a los demás como asépticas, neutrales, desapasionadas, cuando fieles a sus premisas relativistas, no pasarían de ser unas entre muchas y discutibles como todas.

De ahí a la ideologización de lo verdadero sólo existe un paso. En cuanto una determinada ideología pretende manipularlo y, mediante la propaganda, influir en la mente de los demás, se vislumbra la antesala del totalitarismo y del pensamiento único, aunque se nos presenten disfrazados con piel de cordero.

Todos los esfuerzos son pocos, quizás hoy más que nunca, por buscar las palabras que mejor se adecuen a la realidad, a pesar del esfuerzo exigido; en última instancia, a la Verdad que la sostiene. La inquietud por desenmascarar los productos de suplencia que tienden a ocultárnosla está en la base de la libertad y del correcto juicio moral, capaz de descubrir la bondad o perversión de los actos.

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