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Manuel Gregorio González

L a piedra filosofal

RECIENTEMENTE, se ha subastado un manuscrito de Newton donde el físico británico especulaba sobre la piedra filosofal y la obtención del oro alquímico. Esta afición de sir Isaac, por lo demás muy conocida, podría llevarnos a graves consideraciones sobre el comportamiento poco "científico" de algunos padres de la ciencia y, en suma, a ese terreno permeable donde la credulidad y el genio se dan la mano. Sin embargo, hoy nos lleva a otro terreno más pedestre, cual es el tráfico de capitales, el viejo oro licuefactado por la informática, con que nuestros prohombres se aseguran un mediano pasar en los paraísos fiscales.

El oro con que soñó Colon, el oro tras el que se aventuró Lope de Aguirre, es ese mismo oro de la redoma alquímica que inquieta las vigilias de Isaac Newton. Se trata de un oro metafísico, lustral, que transmite su pureza a quienes lo atesoran y justifica, de algún modo, su preeminencia sobre el mundo. Un siglo más tarde, sin embargo, Voltaire se convertirá con éxito en especulador de capitales y se burlará con desprecio de la ridícula superstición de Paracelso. Con lo cual, podríamos decir que fue Voltaire, y no un Newton lastrado por el imaginario del medievo, el padre espiritual de cuantos hoy juegan al naipe de la evasión y el rédito. Aun así, es posible hallar un rastro del viejo mundo de Colón y de Fausto en nuestros días. Los lugares donde se marcha el oro, los prados en los que pasta el capital ilícito, siguen llamándose, como entonces, paraísos. Y como entonces se trata de un Paraíso Terrenal, donde quien vivaquea y esplende, sin embargo, no es es un moderno Adán, sino una escueta anotación contable.

A Voltaire, como es sabido, alguna vez le tundieron el lomo por su doble condición de burgués adinerado y genio mordaz y petulante. Por eso, entre otras cosas, monsieur Arouet acabó en el exilio. Ahora, quienes se exilian son lo capitales. Pero no sus propietarios, que siguen disfrutando aquí de unos beneficios, de unas prestaciones que no pagan. También sabemos por Keynes que no hay nada más tímido que un millón de dólares. Y no habría nada contra esta timidez del capital si fuera como el oro de Newton, como la piedra filosofal de Crowley, de Pessoa, de Fulcanelli, que emerge limpia e intacta de una redoma. Los alquimistas de hoy primero venden la redoma y luego llevan el oro a un palmeral lejano.

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