Postdata

Rafael / Padilla

Una pirámide tiránica

LA actual pirámide demográfica española, en la que los jóvenes comienzan a ser franca minoría, hace prácticamente inviable una modificación brusca de la actual correlación de fuerzas políticas. Pudiera parecer que el envejecimiento del electorado tiene su principal incidencia en el eje ideológico (izquierda-derecha). Pero la experiencia -a las elecciones de 2011 me remito- nos demuestra que no es exactamente así. El impacto básico se produce en la dinámica entre lo nuevo y lo viejo. La implantación de formaciones que se nutren de la llamada brecha generacional encuentra su mayor obstáculo en la media de edad de los votantes. Partidos como Podemos o Ciudadanos, de gran aceptación en el tramo de entre 18 y 50 años, no tienen ninguna oportunidad de hacer valer sus tesis frente a la natural prudencia y la disciplinada rutina del censo creciente de los que van superando esos años.

Ante ese hecho, es explicable que en la anterior legislatura se aprobara una iniciativa, ahora decaída, para extender el derecho de voto a los mayores de 16 años. No es, por otra parte, una originalidad: ya hay países en los que el aumento se aplica (por ejemplo, entre los europeos, Austria o Chipre). Alessandro Rosina, profesor de Demografía en Milán, nos ofrece el argumento central: ampliando la edad para votar, "se permitiría que el número de jóvenes con edad hasta los 35 años tuviera numéricamente el mismo peso que los electores ancianos desde 65 años en adelante". Aun así, al menos en España, ni el ingreso provocaría cambios significativos, ni cabe olvidar la fuerte tendencia al abstencionismo en tales edades.

Quizá por ello, surge hoy en las redes otra ocurrencia rompedora: limitar la edad de voto a los 65 años. No, no bromeo, compruébenlo ustedes mismos. Tan democrática propuesta se justifica en la perdida de raciocinio de los mayores, en su vulnerabilidad frente a medidas electoralistas y en su proverbial y atávico miedo a las trasformaciones. Ésas, dicen, constituyen gravísimas taras que les incapacitan para diseñar el porvenir colectivo.

A mí, más allá de necedades fascistoides, no se me oculta que tenemos un problema: el futuro lo van a decidir, cada vez más, quienes transitan el último trecho del camino. Ignoro cómo resolver semejante paradoja. Aunque ni es novedoso que los ancianos gobiernen la tribu, ni puede salir gratis que los jóvenes estén hoy optando por obturar el fluir cabal de las generaciones.

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