LA mayor parte de los problemas que se sufren en los asentamientos playeros, precisamente cuando en agosto más se desea estar en ellos, tienen su base en que los enclaves residenciales pertenecen a un término municipal cuya localidad está alejada de esa playa. Las viviendas son segundas residencias de los que consideran foráneos. Esas urbanizaciones, para las haciendas locales, son una fuente de ingresos con los que atender las necesidades de los habitantes del pueblo, que son los vecinos del alcalde, sus posibles votantes, y los que menos habitan en esos micromundos distantes un puñado de kilómetros de sus casas y calles. Por eso Costa Ballena y Rota son dos mundos antagónicos cuando deberían ser las dos caras de la misma moneda.

Los propietarios de chalés o apartamentos en Matalascañas cotizan todo el año en Almonte, los de La Antilla en Lepe, los de Atlanterra en Tarifa, y así sucede en un sinfín de parajes costeros de colonización sin fraternidad. La prestación de servicios (agua, basura, sanidad, etc.) en temporada alta está muy por debajo de lo que se le presupone a ayuntamientos que cobran todo el año por territorios a los que durante diez meses no hay que atender con la intensidad que se demanda en julio y agosto. Todo sería distinto si en las elecciones municipales votaran quienes han elegido sus costas para pasarlo bien o para abrir comercios, que también tributan, claro.

Acuciados por votantes, los gobiernos locales a su vez presionarían más al Gobierno autonómico para prevenir antes que lamentarse. Pero no lo hacen y los veraneantes foráneos quedan expuestos a cualquier incidencia. El Parlamento andaluz debería tomar cartas en el asunto para solventar esta anomalía que daña nuestra competitividad turística. Y para que la Junta no se vaya de rositas. En el caso Costa Ballena, para aclarar responsabilidades sobre la pésima infraestructura subterránea, podrían pedir la comparecencia del ex consejero Jaime Montaner.