Editorial

Una pobreza que traerá exclusión

EL informe Pobreza y privación en Andalucía y España: el impacto de la Gran Recesión, presentado el pasado jueves por Cáritas, sitúa en el 31,68% el porcentaje de la población andaluza que está bajo el umbral de la pobreza: viven con menos del 60% de la mediana de ingresos por familia, situado en 7.059 euros por persona ó 15.768 euros por familia de dos adultos y dos hijos. Prácticamente tres de cada diez familias andaluzas están en esa situación, según el estudio. Y sus autores alertan de que es Andalucía la comunidad en la que las diferencias con la media son mayores. Esta pobreza y las privaciones que acarrea supone ya que casi el 6% de los hogares no pueden permitirse una comida caliente de carne o pescado cada dos días -lo que duplica la cifra nacional, que no llega al 3%- y que más del 10% de las familias no puedan mantener una temperatura correcta en invierno, que en España es de la mitad. Son los indicadores más graves, pero en todos los parámetros los andaluces están peor que el resto de españoles, sea para afrontar gastos imprevistos, costearse unas vacaciones de una semana, poseer un ordenador o padecer goteras, humedades o podredumbres. En todos, excepto en uno: el número de hogares que poseen ducha o bañera, que mejora el dato nacional. Esta situación de pobreza existía antes de que, en 2007, se iniciase la crisis, pero se ha agudizado mucho en el lustro largo que dura la recesión. Son datos muy preocupantes y más si atendemos a la advertencia del informe de que son los niños quienes más sufren las consecuencias. Pero el mayor riesgo que atisbamos es que la prolongación de estas situaciones de pobreza, ligada al altísimo desempleo, acabe creando importantes bolsas de exclusión social, de familias que tendrán muy difícil recuperarse pese a que lo haga la economía. La solidaridad familiar -son incontables los pensionistas que ayudan a sus herederos a subsistir-, en primer lugar, y la de organizaciones como Cáritas han evitado hasta el momento un estallido social. Pero la prolongación de esta situación, incluyendo la paulatina desaparición de esas rentas garantizadas, provocaría una expulsión casi permanente del sistema que los poderes públicos tienen la obligación de evitar. No se trata sólo de perder las ventajas obtenidas en los últimos decenios de democracia, sino de que se abriría una brecha entre clases ricas y pobres de consecuencias tan negativas como un significativo aumento de la delincuencia. Es obvio que los gobiernos, sean centrales o autonómicos, tienen como prioridad la mejora de la economía pero no debe permitirse llegar a la recuperación dejando en el camino a prácticamente un tercio de la población.

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