Mucho más que un prioste

La Soledad nunca dejó solo a Juan Hidalgo; y Juan Hidalgo tampoco dejó nunca sola a la Soledad

Las cofradías de Sevilla superaron una transición. Eran los años en que se pasó de aquel "hasta el año que viene, si Dios quiere", tras terminar la estación penitencial de Semana Santa, a vivir la vida de hermandad durante todo el año. Algunos cofrades crearon escuela en aquel tiempo y sus enseñanzas han continuado después. El martes falleció Juan Hidalgo García, que fue maestro de priostes para varias generaciones en la Soledad de San Lorenzo. Pero fue mucho más. Porque Juan entendió la priostía desde la fe. No para un vacuo lucimiento de altares efímeros, sino para realzar la belleza y contribuir a la devoción. Por eso, no sólo enseñó las formas, sino que forjó auténticos cofrades, con amor a su Virgen.

La Soledad nunca deja solos a sus hijos. En el dolor, en los días difíciles, tras la mayor oscuridad, aparecerá un fulgor de su luz, a veces inesperado. La Soledad nunca dejó solo a Juan Hidalgo; y Juan Hidalgo tampoco dejó nunca sola a la Soledad. Se podría decir que la Soledad le regaló ocho o nueve vidas a Juan. Padecía una enfermedad incurable, a la que ha sobrevivido 20 años, en condiciones a veces inexplicables para la ciencia, pero no para la fe que él siempre mantuvo. Un tiempo duro, para él, su esposa Mercedes y sus hijas, en el que padeció dolores físicos, pero en el que también disfrutó de momentos felices ganados al destino, en lo personal, en lo familiar, y en su hermandad.

En uno de los últimos mensajes que me envió, Juan decía que guardaba un artículo que yo le dediqué, cuando él conjugó su dolor personal al morir su padre con sus obligaciones como prioste. Ese era el gran Juan Hidalgo, el que inventaba remiendos y soluciones para hacer posible lo que se veía como si fuera un milagro. Juan tenía un corazón soleano, abierto de par en par a su Virgen. Juan llenó la capilla del Hospital Virgen del Rocío de estampitas de la Soledad y montó allí un cuadro, a modo de puzle, con estampas. Juan siempre estaba presente, aunque no pudiera ir.

Fue el cobrador eterno, cuando ya se habían perdido los cobradores en las hermandades, derrotados por las domiciliaciones bancarias. Era feliz en los repartos de papeletas de sitio. Padeció las torturas del dolor y las psicológicas del Covid, con miedo, por su vulnerabilidad. Y, un día, la Soledad ya lo ha llamado y le ha dicho: "¡A ésta es, Juan!". Como en aquella cuadrilla de jóvenes costaleros a la que perteneció.

La vida de las hermandades no existe sin sus hermanos. Pero Juan Hidalgo ha enseñado mucho más: la priostía no se basa en las apariencias, ni en presumir, sólo es auténtica cuando hay fe y amor.

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