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CUANDO veo la que se montó ayer por el asesinato de Ignacio Uría no puedo evitar pensar que adivino, al 99%, a quién votaría este hombre las pasadas elecciones, así como sus familiares y entorno más cercano, y que ahora sí, le ha tocado a uno de los nuestros, y por eso EA abandona la coalición en Azpeitia, Ibarretxe muestra contundencia ("un hombre de nuestro pueblo", ya sabes lo que quiere decir: sus apellidos son euskaldunes) etcétera. El final es ése: una guerra civil de baja intensidad entre la izquierda abertzale y el PNV-EA. Sólo les une, de momento, el enemigo común".

No sé si, como apunta el amigo -vasco e hijo de vasco- que me envió ayer este correo electrónico se producirá la augurada "guerra civil de baja intensidad" entre vascos. Lo que sé es que el final definitivo del terrorismo etarra depende enteramente de los vascos. No tengo ninguna duda de que la derrota política de ETA ya se ha producido y de que su derrota material es cuestión de poco tiempo, pero la desaparición de la banda me parece que exige un cambio radical de algunos sectores de la sociedad vasca.

¿Qué sectores? No sólo los directamente implicados en la organización y sus redes de influencia en los distintos frentes que dan forma a su delirio criminal, sino también los cómplices activos y pasivos de sus actividades. Todos aquellos que callan o miran hacia otro lado cuando asesinan a sangre fría a su convecino. No a los que actúan así por miedo, sino a quienes han llegado a tal extremo de degradación moral y corrupción cívica que son capaces de justificar o comprender las razones de los que matan.

Ellos han generado un clima social asfixiante -o participan sin desgarro de ese clima- en el que se ve normal que la dueña del restaurante de Azpeitia ante el que fue rematado Ignacio Uría explique así su pesar por el atentado: "¡Pero si es de aquí de toda la vida!" o que un consejero del Gobierno Ibarretxe se sorprenda igual: "¡Era del pueblo!". No están muy lejos, en el plano de la atrofia ética, los vascos que han vigilado los movimientos de Uría y han informado a los asesinos de los vascos que, en vez de rechazar el crimen, se extrañan de que haya podido tocarle a un vasco-vasco, como si hubiera sido menos execrable la misma muerte en el caso de que la víctima no fuera tan euskalduna. El alcalde de Azpeitia, de ANV, que ni siquiera ha lamentado el asesinato, ¿acaso no lo han puesto allí sus vecinos en votación democrática? ¿No sabían a quién elegían?

Nunca he sido partidario de abandonar a su suerte a la gran mayoría del País Vasco que quiere la paz y abomina de la violencia. Pero el final de la violencia sólo lo pueden conseguir ellos mismos.

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