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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

A propósito de Woody

España está plagada de personas subidas a los coturnos de la pedagogía moral

A M. Ch

EN mis años de alumno de la honorable Academia Preuniversitaria -por aquellos años, un variado catálogo de puntos filipinos, vagos, mentes obtusas y maltrabajas en general- tuve un compañero de armas que estaba obsesionado con el primer Woody Allen. El sujeto en cuestión, del que guardo un grato recuerdo, podía pasarse horas rememorando todos los gags de películas como Coge el dinero y corre, Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo, pero nunca se atrevió a preguntar o Bananas. Llegaba al bar Tajo, regentado por un gallego memorión que nunca olvidaba las deudas de los alocados viernes, se bebía el primer tanque con sed de dromedario y empezaba a relatar por orden de aparición todos los chistes del cómico judío, que para mi amigo era la cúspide de todas las historias posibles del mundo (la del pueblo de Israel, el cine, el arte, la comedia y un largo etcétera). Yo, que como tantos jóvenes estaba aquejado por entonces de la peste de la seriedad, observaba sin comprender muy bien el entusiasmo de aquel camarada de banca por un tipo caricaturesco y fracasado al que dejaban las mujeres en sus películas. Entonces era más de Bogart, quizás porque aún no sabía que había tenido que usar plataformas para poder besar a Ingrid Bergman en Casablanca. La magia del cine, ya saben.

Me estoy acordando mucho de mi amigo estos días de desescalada, algo que no es de extrañar si se tiene en cuenta que el primer tocho que compré en cuanto abrieron las librerías fueron las memorias de Woody Allen, A propósito de nada. El libro es bastante divertido siempre que al lector no le moleste la verbosidad hilarante de un hebreo neoyorquino dispuesto en todo momento a soltar un chiste, algunas veces con más fortuna que otras. Pertenece más al género oral que al escrito (dicho sea como un elogio), por lo que leer sus páginas es como tener a Joan Pera, el histórico doblador al español de Woody, susurrándote al oído junto al cabecero de la cama, lo cual no sé si es una metáfora del todo acertada. En cualquier caso es una manera de aligerar la mente después de semanas aguantando la retórica hueca de tantos moralistas de ocasión. Lo peor del confinamiento ha sido la inflación de la solemnidad. De repente, el mundo se ha llenado de pequeños Rodríguez Zapateros dispuestos a arrearte en la cabeza con un catecismo civil por el menor descuido, como si necesitásemos sus filípicas para ser conscientes del manto fúnebre con el que el virus ha cubierto al mundo. España está plagada de personas subidas a los coturnos de la pedagogía moral, de virtuosos republicanos afilando la guillotina. Se empieza así y se termina descatalogando Lo que el viento se llevó o queriendo condenar a la muerte civil a Woody Allen. En EEUU ya ha pasado. ¿Por qué no aquí?

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