Como tenía las manos heladas, y hasta ellas no llegaban las letras con las que escribirles este artículo, me he salido a la calle a caldearme al sol, "el gran brasero de los pobres", que lo llamaba Cansinos Assens. En esa esquina que la claridad saja de un tajo, conversan unas mujeres. En el quicio del mercado, el ciego de los cupones recibe la luz en la cara, como si al sentirla recobrara la vista un rato. En el río, varios pescadores echan el anzuelo al Lorenzo, y pica. Me sonrío al recordar la secuencia de Milagro en Milán en la que las gentes corren a calentarse y cantar, como si estuvieran en la ducha, bajo un rayo de sol. En otras latitudes se refugian del frío en las casas. Aquí, a mediodía del Mediodía, salimos en busca de calor. El nuestro es un frío interno, brota en las casas, sale de los zaguanes, mancha los bajos, campa por las rendijas y se cristaliza en las paredes sin aislar en condiciones. Y esto sucede -por supuesto no en el mismo grado- en los hogares humildes, pero también en pisos de la clase media y en esos edificios vistosos y algo decadentes que habita gente más acomodada. Que Sevilla no esté preparada para el frío no es tanto cuestión de recursos como de mentalidad. Aferrados al falso mito de que "el frío en Sevilla son dos días", llevamos toda la vida arrecidos. Desde los tiempos de Trajano llevamos diciendo "el año que viene instalo calefacción". Y ya está aquí otra vez el año que viene y nada: el frío sigue de inquilino en casa, retando a la factura de la luz.

En Sevilla nos quitamos el frío con calor de pobres (calienta poco y sale caro): radiadores eléctricos o la copita bajo de la mesa camilla, a la que no paramos de arrimar la silla mientras decimos "¡qué malo es el brasero para las piernas!". La ropa de cama se sofistica en una amplia gama de franelas, coralinas y -el último grito- sedalinas, y por lo visto están triunfando este año los pijamas de Chewbacca para caballero. Como siempre en estas fechas, sueño con el momento de arrancarme la bata, allá por marzo, y subir a tenderla a la azotea. Vivimos bajo un sol de justicia al que unos homúnculos arrogantes, con intereses ajenos al bien común, en vez de potenciar su aprovechamiento, traban y graban con impuestos. Este cielo radiante, que es la envidia de toda Europa, daría para autoabastecernos con energía limpia y cada vez más barata, y haría posible que nuestros hogares por fin lo fueran en toda su acepción: casa, pero también el lugar donde una por fin se calienta.

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