SOLAMENTE la contención y profesionalidad de los policías agredidos y acorralados el sábado en Pozuelo han permitido que ahora estemos hablando de graves incidentes de orden público y no de una tragedia de fatales consecuencias. Los heridos los puso, en efecto, la Policía, que encima tiene que aguantar la habitual monserga sobre su brutalidad.

El botellón se ha convertido desde hace años en el rito iniciático por excelencia de los jóvenes, y aun de los adolescentes, que no han encontrado un instrumento más atractivo de socialización y pertenencia a la tribu que concentrarse en manada alrededor de una botella (bueno, de muchas botellas, en realidad) dos o tres noches-madrugadas por semana. Son los únicos momentos en que se encuentran a gusto dentro de unas vidas que creen desgraciadas o, cuando menos, molestas y tediosas.

Lo malo es precisamente lo de las botellas. Emborracharse, quiero decir. Muchos, sólo de vez en cuando, si la ocasión es propicia por la compañía o la circunstancia, pero otros por sistema, siempre que salen, como si no fueran capaces de divertirse y pasarlo bien sin empaparse de alcohol. Quizás se arrepientan de ello dentro de unos años cuando el cuerpo les pase factura por todo lo que se han bebido en este tiempo de vino y rosas -más vino que rosas-, pero entonces ya no tendrá remedio. Las botellas también presentan otro peligro: es lo que se tiene a mano, junto a piedras y mecheros, cuando llega la Policía a acabar con una trifulca o a disolver a los botelloneros por si acaso los vecinos son partidarios de dormir por la noche.

En ese momento la mayor parte de los muchachos opta por la retirada, pero un sector nada despreciable, perjudicado por los estragos del etilismo, encuentra al fin un buen enemigo sobre el que descargar sus ansias confusas de transgresión. A saber, los maderos. Si las imágenes colgadas en Youtube sobre los sucesos de Pozuelo son tremendas, los comentarios que las acompañan resultan elocuentemente espeluznantes por el odio atrabiliario y gratuito que rezuman. Qué energías más despilfarradas y cuánta rebeldía malversada, no ya en una causa errónea, sino en ninguna causa, y precisamente a la edad en que no ser rebeldes significa o carecer de corazón o andar muy despistado.

No se dejen enredar por los habituales neodefensores del buen salvaje, que siguen buscando las raíces de esta violencia gamberra en la supuesta exclusión social y exigiendo que a los jóvenes se les facilite el ocio. Todo es más fácil. Sumen el gregarismo bebedor, los efectos del alcohol y la ineducación para la ciudadanía, y les sale Pozuelo. Y menos mal que los policías se autocontrolaron.

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