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Un recuerdo

Para los jóvenes, el pesimismo es una especie de afrodisíaco. Pero la generación de mi padre no podía permitirse ese lujo

Mi padre siempre empezaba el año viendo en la televisión el Concierto de Año Nuevo en Viena. Para él era un rito insustituible: pasara lo que pasase, el primer día del año tenía que estar sentado en su sillón favorito, frente al televisor, moviendo distraídamente la mano al compás de La marcha Radetzky. La música de Johann Strauss simbolizaba para él todo lo que entendía por civilización: la música clásica, la Seguridad Social, Europa, la democracia liberal, el Estado del bienestar. Contemplar ese concierto era como una ceremonia civil a la que nunca quería renunciar, una especie de acto de afirmación de su fe en Europa.

Cada vez que yo me quejaba, cada vez que yo despotricaba contra todo lo que me parecía injusto o vergonzoso -y eran muchas cosas-, mi padre me preguntaba si conocía algún lugar del mundo donde se viviera mejor. Cuando yo protestaba sobre la mala calidad de nuestra democracia, me replicaba que España tenía la mejor sanidad del mundo (él lo sabía bien porque había dedicado su vida a la sanidad pública). Cuando yo le hablaba de la corrupción y de la incompetencia, mi padre me hablaba de las enfermeras de su servicio y de sus colegas médicos, de toda esa gente que trabajaba diez horas al día por un salario más bien esmirriado y en condiciones nada agradables. "Y te puedo asegurar -me decía- que hay mucha gente así: funcionarios, albañiles, ingenieros, profesores".

Por supuesto, yo no le creía. Para los jóvenes, el pesimismo es una especie de afrodisíaco. Pero mi padre y la gente de su generación no podían darse el lujo de ser pesimistas. Habían conocido la Guerra Civil y la larga posguerra, sabían lo que era el miedo y la injusticia de verdad, y no tenían ningunas ganas de desperdiciar la vida con quejas inútiles. A ellos nadie les regaló nunca nada. A ellos nadie les preguntó su opinión ni si les gustaba lo que hacían. Por eso sabían que uno sólo se quejaba cuando de verdad le tocaba la mala suerte: si se le moría un hijo o si le ocurría una desgracia. En las demás circunstancias, uno apretaba los dientes y seguía adelante.

Mi padre murió en febrero del año pasado, pero me alegra pensar que aún llegó con fuerzas para ver su último concierto de año nuevo. Ahora sé que él tenía razón: no tenemos derecho a dejarnos arrastrar por el pesimismo. Es mucho mejor tocar las palmas al compás de la Marcha Radetzky.

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