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La reforma

Si algo hemos aprendido del sainete catalán es que la independencia es tan ruinosa como insostenible

España tiene una larga tradición de arbitristas, muy activa con los Habsburgo, de la que quizá provenga esta leva inquieta de los reformadores de hogaño. Según este ejército sesudo y afanoso, la solución a todos nuestros problemas parte necesariamente de un cambio en la Constitución. Lo cual que don Pedro Sánchez manifestaba ayer su decepción con el señor Rajoy, dado que la reforma parece aplazarse para otro año, mientras que la sustancia medular del nuevo PSOE es ésta de arbitrar una nueva Carta Magna donde el federalismo sea la emulsión, el precipitado, el plasma, en el que los españoles naveguemos dulcemente. La pregunta que se deriva de todo esto, claro, es qué tipo de reforma queremos. Y si esa reforma va a contentar a nuestros vecinos, algo ásperos y descontentadizos, del norte.

Ya lo hemos visto con el cupo vasco. Cuando se habla de reforma, de encaje, de mejora, etcétera, se piensa de inmediato en socorrer a las regiones prosperas, ofreciéndoles un suplemento fiscal. Ése es, al parecer, el único modelo de reforma que manejan nuestros arbitristas desde hace ya cuatro décadas. Pero si de algo nos ha servido el putsch del señor Puigdemont es para demostrar, sin la menor duda, lo descabellado de este sobreprecio. Si algo hemos aprendido del sainete catalán es que la independencia es tan ruinosa como insostenible, y que los nacionalistas gozan de un privilegio inexplicado. Deducir de todo esto que hay que "aplacar" y "contentar" a unos proyectos inviables cuanto onerosos, es no deducir nada en absoluto. Si el señor Urkullu ha permanecido inmóvil durante la crisis catalana es porque ha aprendido (porque ya sabía, probablemente) que independizarse no es una buena decisión. Que esta parálisis, que este horror vacui del PNV, sea premiado con una mejora del cupo, no deja de ser una consecuencia indeseada, un fruto azaroso, de la debilidad del Gobierno. Ahora bien, convertir esta anécdota económica en una categoría constitucional es otra cosa. Y esa otra cosa habrá de votarse, llegado el caso, en una futura reforma.

¿Votarán los españoles una reforma para subvencionar a las regiones más prosperas de España, a cuenta de su hecho diferencial? Uno ha visto de todo en esta vida; y en consecuencia, no es posible afirmar que no lo haremos. Pero también es posible lo contrario. También es posible aspirar a la igualdad entre españoles; asunto que, al parecer, es sólo un insidioso ardid de la ultraderecha volteriana.

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