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Rafael Salgueiro / Profesor De La Universidad De Sevilla

Las reformas necesarias

Las iniciativas públicas puestas sobre la mesa sólo sirven para atender a los más perjudicados, pero no para reconstruir el funcionamiento de la economía

NO estamos en una crisis coyuntural sino en algo muy profundo y no podemos dibujar un panorama algo preciso de la situación posterior, como sí podíamos hacerlo en 1992 e incluso en los 80. Ni siquiera en lo que parecería más sencillo de abordar, que son los cambios en la regulación financiera parece haber ideas claras y precisas, sólo algunas generalidades como el reforzamiento del papel de FMI, la conveniencia de supervisar a todos los agentes y territorios que intervienen en el sistema o limitar la generación de nuevos productos financieros potencialmente peligrosos.

La verdad es que no deja de ser chocante que se reclame más regulación cuando el detonante y el mecanismo de transmisión y amplificación de esta crisis ha sido precisamente el sistema financiero, que es el sector más regulado en cualquier país del mundo. La emisión de moneda, además, es un monopolio del Estado, y la FED y el BCE, dos organismos públicos, han estimulado el endeudamiento manteniendo unos tipos anormalmente bajos.

La verdad es que hemos vivido unos años excepcionales, en los que las importaciones baratas han ayudado a contener los precios, ayudado esto también por una continuada ganancia de productividad en algunos sectores de actividad. Así, los bajos tipos de interés no se traducían, en general, en inflación; la dilución del riesgo con los instrumentos financieros derivados parecía satisfacer los criterios más rigurosos y las agencias de calificación Moody's, Fitch Ratings y S&P -el trío de la bencina en esta crisis- no paraban de repartir "Aes" por doquier. Y todo ello en una trayectoria de crecimiento del PIB, más o menos intensa según países, sustentada en el crecimiento del consumo (a crédito) y en la formación bruta de capital fijo (también a crédito).

Las condiciones económicas parecían tan buenas que no hacía falta molestarse en emprender o en continuar las reformas estructurales que el nuevo entorno mundial estaba demandando, aunque no era por falta de estrategias como la de Lisboa, aquélla que iba a convertir a la UE en la economía más dinámica y competitiva del mundo en 2010.

Ahora estamos tomando medidas de rescate financiero, de favorecimiento del crédito a autónomos y pymes, de apoyo a las familias desempleadas que han de afrontar una hipoteca y algunas otras que sin duda serán útiles para los beneficiarios, pero no contribuyen a la transformación de nuestro funcionamiento económico porque no son las reformas estructurales que también son necesarias.

Y eso que estas reformas estructurales estaban claras en España. Entre ellas, la segunda transformación del sistema financiero, abordando ahora la reforma de las cajas de ahorro algunas de las cuales constituyen verdaderas singularidades por su exiguo tamaño y ámbito geográfico, sobreviviendo de forma independiente sólo gracias a su especialísimo estatus. Reconociendo la estabilidad que han venido aportando al sistema financiero, quizá un poco más de "accionista", aún en forma de cuotas participativas y cuando se pueda, un poco menos de política y toda la racionalidad económica sería probablemente bueno para todos.

Otra de las reformas que necesitábamos era ir dando marcha atrás en el fraccionamiento del mercado nacional, que ya es pequeño de por sí, como consecuencia de las diferentes reglas que cada autonomía ha tenido por conveniente establecer. No hemos hecho esto, sino todo lo contrario con los nuevos estatutos autonómicos, que han ayudado a restringir todavía más el libre funcionamiento de las empresas.

Los años de la alegría han facilitado también un enorme crecimiento del gasto público innecesario o de eficacia poco clara, como las televisiones públicas y otros gastos de propaganda. Pero ahora cada euro recaudado es especialmente importante porque, probablemente, el contribuyente haya tenido que privarse de algo para pagarlo.

También somos contumaces con la energía eléctrica, empeñados en tener el suministro más caro posible a cambio de ponernos una incierta medalla de salvadores del planeta. Y lo que pasa con los precios de los hidrocarburos debería hacernos reflexionar sobre esto porque el déficit acumulado de la tarifa eléctrica podría ser de más de 14.000 millones a finales de año.

La Justicia -su falta de medios- está siendo incapaz de atender los numerosos procedimientos mercantiles, tan sólo unos meses después del comienzo de la crisis; siendo la función de hacer cumplir los contratos una de las más importantes para el buen funcionamiento de la actividad económica.

Y, por último, hemos visto las consecuencias tan severas que tienen nuestros peculiares periodos de pago, casi sin parangón en el mundo desarrollado. Estos amplísimos periodos, de hasta medio año y más, han creado tal dependencia de la financiación bancaria que su limitación está causando estragos en el sector empresarial.

En definitiva, más allá de los problemas inmediatos será el carácter estructural de las iniciativas públicas lo que haya que valorar. Lo demás sólo sirve para atender a los más perjudicados, pero no para reconstruir el funcionamiento de la economía.

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