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La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

¿Hemos renunciado a la libertad?

Habría que preguntarse si hemos renunciado a la posibilidad de decidir nuestro destino colectivo

Pararse a pensar es imposible? ¿Aprovechar esta crisis sanitaria y económica sin precedentes, por afectar a casi todos los países del mundo, para introducir elementos de corrección es una inalcanzable utopía? ¿Estamos condenados a poner en marcha la máquina sin cambiar nada, como los obreros esclavos de Metrópolis de Lang? Si la pandemia se ha combatido con métodos parecidos a los aplicados a la madre y la hermana de Ben-Hur o a las ciudades medievales, ¿en lo político, lo social y lo económico estamos también sometidos a un determinismo o un fatalismo premodernos?

Podemos llamar a esta pasividad determinismo mecanicista: las acciones humanas están determinadas por la cadena de acontecimientos anteriores sin posibilidad de cambio. Le podemos llamar fatalismo: la creencia de que todo sucede por ineludible predestinación o destino, lo que conduce a la actitud resignada del fatalista que no ve posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos adversos. O lo podemos llamar, como hacían los griegos, tragedia: el protagonista se ve fatalmente conducido a un desenlace que no puede evitar; por decirlo con las palabras de Fernando Vallejo en El fuego secreto: "Por más que arrojen a Edipo a los lobos, el niño crecerá y matará a su padre, desposará a su madre, se vaciará los ojos. El destino está escrito en el cielo y escrito con sangre".

En consecuencia, en lo personal, el destino estaría prefijado desde el nacimiento y, en lo colectivo, el orden social sería tan irreversible como el natural. Este determinismo o fatalismo político, social y económico imperante choca con el concepto moderno de libertad desde la Declaración de los Derechos del Ciudadano de 1789 ("Los hombres nacen y permanecen libres") y la definición de Ilustración por Kant ("¡Ten el valor de servirte de tu propia razón!: he aquí el lema de la ilustración. La pereza y la cobardía son causa de que una gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo") hasta la Declaración de los Derechos Humanos de 1948 ("Todos los seres humanos nacen libres").

Habría que preguntarse seriamente si hemos renunciado a la libertad, a la posibilidad de decidir nuestro destino; si, fracasadas todas las utopías resueltas en opresión y muerte, el capitalismo, por su incapacidad de rectificación, alimenta a la vez este nuevo fatalismo y los indeseables populismos cargados de nostalgias totalitarias de izquierda o derecha.

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